Palabras del Papa Francisco, al final del Vía Crucis, en la Jornada Mundial de la
Juventud. PANAMÁ. 26/1/2019
Señor, Padre de misericordia, en esta Cinta Costera, junto a tantos jóvenes
venidos de todo el mundo, hemos acompañado a tu Hijo en el camino de la cruz;
ese camino que ha querido recorrer para mostrarnos cuánto nos amas y cuán
comprometido estás con nuestras vidas.
El camino de Jesús hacia el Calvario es un camino de sufrimiento y soledad
que continúa en nuestros días. Él camina y padece en tantos rostros que sufren
la indiferencia satisfecha y anestesiante de nuestra sociedad que consume y se
consume, que ignora y se ignora en el dolor de sus hermanos.
También nosotros, tus amigos, Señor, nos dejamos llevar por la apatía y la
inmovilidad. No son pocas las veces que el conformismo nos ha ganado y
paralizado. Ha sido difícil reconocerte en el hermano sufriente: hemos desviado
la mirada, para no ver; nos hemos refugiado en el ruido, para no oír; nos hemos
tapado la boca, para no gritar.
Siempre la misma tentación. Es más fácil y “pagador” ser amigos en las
victorias y en la gloria, en el éxito y en el aplauso; es más fácil estar
cerca del que es considerado popular y ganador.
Qué fácil es caer en la cultura del bullying, del acoso y de la
intimidación.
Para ti no es así Señor, en la cruz te identificaste con todo sufrimiento,
con todo aquel que se siente olvidado.
Para ti no es así Señor, pues quisiste abrazar a todos aquellos que muchas
veces consideramos no dignos de un abrazo, de una caricia, de una
bendición; o, peor aún, ni nos damos cuenta de que lo necesitan.
Para ti no es así Señor, en la cruz te unes al vía crucis de cada joven, de
cada situación para transformarla en camino de resurrección.
Padre, hoy el vía crucis de tu Hijo se prolonga: se prolonga en el grito
sofocado de los niños a quienes se les impide nacer y de tantos otros a los que
se les niega el derecho a tener infancia, familia, educación; en los niños que
no pueden jugar, cantar, soñar… en las mujeres maltratadas, explotadas y
abandonadas, despojadas y ninguneadas en su dignidad; en los ojos tristes
de los jóvenes que ven arrebatadas sus esperanzas de futuro por falta de educación
y trabajo digno; se prolonga en la angustia de rostros jóvenes, amigos nuestros
que caen en las redes de gente sin escrúpulos ―entre ellas también se
encuentran personas que dicen servirte, Señor―, redes de explotación, de
criminalidad y de abuso, que se alimentan de sus vidas.
El vía crucis de tu Hijo se prolonga en tantos jóvenes y familias que,
absorbidos en una espiral de muerte a causa de la droga, el alcohol, la
prostitución y la trata, quedan privados no solo de futuro sino de presente. Y
así como repartieron tus vestiduras, Señor, queda repartida y maltratada su
dignidad.
El vía crucis de tu Hijo se prolonga en jóvenes con rostros fruncidos que
perdieron la capacidad de soñar, de crear e inventar el mañana y se
“jubilan” con el sinsabor de la resignación y el conformismo, una de las drogas
más consumidas en nuestro tiempo.
Se prolonga en el dolor oculto e indignante de quienes, en vez de
solidaridad por parte de una sociedad repleta de abundancia, encuentran
rechazo, dolor y miseria, y además son señalados y tratados como los portadores
y responsables de todo el mal social.
Se prolonga en la resignada soledad de los ancianos abandonados y
descartados.
Se prolonga en los pueblos originarios, a quienes se despoja de sus
tierras, raíces y cultura, silenciando y apagando toda la sabiduría que pueden
aportar.
Padre, el vía crucis de tu Hijo se prolonga en el grito de nuestra madre
tierra, que está herida en sus entrañas por la contaminación de sus cielos, por
la esterilidad en sus campos, por la suciedad de sus aguas, y que se ve
pisoteada por el desprecio y el consumo enloquecido que supera toda razón.
Se prolonga en una sociedad que perdió la capacidad de llorar y conmoverse
ante el dolor.
Sí, Padre, Jesús sigue caminando, cargando y padeciendo en todos estos
rostros mientras el mundo, indiferente, consume el drama de su propia
frivolidad.
Y nosotros, Señor, ¿qué hacemos?
¿Cómo reaccionamos ante Jesús que sufre, camina, emigra en el rostro de
tantos amigos nuestros, de tantos desconocidos que hemos aprendido a
invisibilizar?
Y nosotros, Padre de misericordia, ¿consolamos y acompañamos al Señor,
desamparado y sufriente, en los más pequeños y abandonados?
¿Lo ayudamos a cargar el peso de la cruz, como el Cireneo, siendo
operadores de paz, creadores de alianzas, fermentos de fraternidad? ¿Nos
animamos a permanecer al pie de la cruz como María?
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Nosotros también, Padre, queremos ser una Iglesia que sostiene y acompaña,
que sabe decir: ¡Aquí estoy! en la vida y en las cruces de tantos cristos que
caminan a nuestro lado.
De María aprendemos a decir “sí” al aguante recio y constante de tantas
madres, padres, abuelos que no dejan de sostener y acompañar a sus hijos y
nietos cuando “están en la mala”.
De ella aprendemos a decir “sí” a la testaruda paciencia y creatividad de
aquellos que no se achican y vuelven a comenzar en situaciones que parecen que
todo está perdido, buscando crear espacios, hogares, centros de atención que
sean mano tendida en la dificultad.
En María aprendemos la fortaleza para decir “sí” a quienes no se han
callado y no se callan ante una cultura del maltrato y del abuso, del
desprestigio y la agresión y trabajan para brindar oportunidades y condiciones
de seguridad y protección.
En María aprendemos a recibir y hospedar a todos aquellos que han sufrido
el abandono, que han tenido que dejar o perder su tierra, sus raíces, sus
familias, sus trabajos.
Padre, como María queremos ser la Iglesia que propicie una cultura que sepa
acoger, proteger, promover e integrar; que no estigmatice y menos generalice en
la más absurda e irresponsable condena de identificar a todo emigrante como
portador de mal social.
De ella queremos aprender a estar de pie al lado de la cruz, pero no con un
corazón blindado y cerrado, sino con un corazón que sepa acompañar, que conozca
de ternura y devoción; que entienda de piedad al tratar con reverencia,
delicadeza y comprensión. Queremos ser una Iglesia de la memoria que respete y
valorice a los ancianos y reivindique el lugar que tienen como custodios de
nuestras raíces.
Padre, como María queremos aprender
a “estar”.
Enséñanos Señor a estar al pie de la cruz, al pie de las cruces; despierta
esta noche nuestros ojos, nuestro corazón; rescátanos de la parálisis y de la
confusión, del miedo y la desesperación.
Padre, enséñanos a decir: Aquí estoy junto a tu Hijo, junto a María y junto
a tantos discípulos amados que quieren hospedar tu Reino en el corazón. Amén
Tras haber vivido la pasión del Señor junto a María al pie de la cruz nos
vamos con el corazón silencioso y en paz, alegre y con muchas ganas de seguir a
Jesús. Que Jesús los acompañe, y que la Virgen los cuide.