Discursos y homilías de Francisco en su viaje
a Cuba y EEUU
Texto completo del Papa
en el aeropuerto de La Habana. 19 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Señor Presidente,
Distinguidas Autoridades, Hermanos en el Episcopado, Señoras y señores:
Muchas gracias, Señor
Presidente, por su acogida y sus atentas palabras de bienvenida en nombre del
Gobierno y de todo el pueblo cubano. Mi saludo se dirige también a las
autoridades y a los miembros del Cuerpo diplomático que han tenido la
amabilidad de hacerse presentes en este acto.
Al Cardenal Jaime Ortega
y Alamino, Arzobispo de La Habana, a Monseñor Dionisio Guillermo García Ibáñez,
Arzobispo de Santiago de Cuba y Presidente de la Conferencia Episcopal, a los demás
Obispos y a todo el pueblo cubano, les agradezco su fraterno recibimiento.
Gracias a todos los que
se han esmerado para preparar esta visita pastoral. Quisiera pedirle a Usted, Señor
Presidente, que transmita mis sentimientos de especial consideración y respeto
a su hermano Fidel. A su vez, quisiera que mi saludo llegase especialmente a
todas aquellas personas que, por diversos motivos, no podré encontrar y a
todos los cubanos dispersos por el mundo.
Como señaló usted, señor
presidente, este año 2015 se celebra el 80 aniversario del establecimiento de
relaciones diplomáticas ininterrumpidas entre la República de Cuba y
la Santa Sede. La Providencia me permite llegar hoy a esta querida Nación,
siguiendo las huellas indelebles del camino abierto por los inolvidables viajes
apostólicos que realizaron a esta Isla mis dos predecesores, san Juan Pablo II
y Benedicto XVI. Sé que su recuerdo suscita gratitud y cariño en el pueblo y
las autoridades de Cuba. Hoy renovamos estos lazos de cooperación y amistad para
que la Iglesia siga acompañando y alentando al pueblo cubano en sus esperanzas
y en sus preocupaciones, con libertad y con los medios y espacios necesarios
para llevar el anuncio del Reino hasta las periferias existenciales de la
sociedad.
Este viaje apostólico
coincide además con el I Centenario de la declaración de la Virgen de la
Caridad del Cobre como Patrona de Cuba, por Benedicto XV. Fueron los veteranos
de Guerra de la Independencia, movidos por sentimientos de fe y patriotismo,
quienes pidieron que la Virgen mambisa fuera la patrona de Cuba como nación
libre y soberana. Desde entonces, Ella ha acompañado la historia del pueblo
cubano, sosteniendo la esperanza que preserva la dignidad de las personas en
las situaciones más difíciles y abanderando la promoción de todo lo que
dignifica al ser humano. Su creciente devoción es testimonio visible de la
presencia de la Virgen en el alma del pueblo cubano. En estos días tendré́
ocasión de ir al Cobre, como hijo y peregrino, para pedirle a nuestra Madre por
todos sus hijos cubanos y por esta querida Nación, para que transite por los
caminos de justicia, paz, libertad y reconciliación.
Geográficamente, Cuba es
un archipiélago que mira hacia todos los caminos, con un valor extraordinario
como «llave» entre el norte y el sur, entre el este y el oeste. Su vocación
natural es ser punto de encuentro para que todos los pueblos se reúnan en
amistad, como soñó José́ Martí́, «por sobre la lengua de los istmos y la
barrera de los mares» (La Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América,
en Obras escogidas II, La Habana 1992, 505). Ese mismo fue el
deseo de san Juan Pablo II con su ardiente llamamiento a «que Cuba se abra con
todas sus magnificas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba» (Discurso
en la ceremonia de llegada, 21- 1-1998, 5).
Desde hace varios meses,
estamos siendo testigos de un acontecimiento que nos llena de esperanza: el
proceso de normalización de las relaciones entre dos pueblos, tras años de distanciamiento...
Es un signo de la victoria de la cultura del encuentro, del diálogo, del
«sistema del acrecentamiento universal... por sobre el sistema, muerto para
siempre, de dinastía y de grupos» (José Martí, ibíd.). Animo a los
responsables políticos a continuar avanzando por este camino y a desarrollar
todas sus potencialidades, como prueba del alto servicio que están llamados a
prestar en favor de la paz y el bienestar de sus pueblos y de toda América,
y como ejemplo de reconciliación para el mundo entero. El mundo necesita
reconciliación en esta atmósfera de tercera guerra mundial por etapas que
estamos viviendo.
Pongo estos días bajo la
intercesión de la Virgen de la Caridad del Cobre, de los beatos Olallo Valdés
y José́ López Piteira y del venerable Félix Varela, gran propagador del amor
entre los cubanos y entre todos los hombres, para que aumenten nuestros lazos
de paz, solidaridad y respeto mutuo. Nuevamente, muchas gracias, Señor
Presidente.
Texto completo de la homilía del Santo Padre en las vísperas en la
Catedral Inmaculada Concepción y San Cristóbal de La Habana. 21 de septiembre
de 2015 (ZENIT.org)
El
cardenal Jaime nos habló de pobreza y la hermana Yaileny nos habló del más
pequeño, de los más pequeños. Son todos niños. Tenía preparada una homilía para
decir ahora en base a los textos bíblicos, pero cuando hablan los profetas y
todo sacerdote es profeta, todo bautizado es profeta, todo consagrado es
profeta, vamos a hacerles caso a ellos. Entonces yo le voy a dar la homilía al
cardenal Jaime para que se la haga llegar a ustedes y la publique y después la
meditan. Y ahora charlemos un poquito sobre lo que dijeron estos dos profetas.
Al
cardenal Jaime se le ocurrió pronunciar una palabra muy incómoda, sumamente
incómoda que incluso va de contramano con toda la estructura cultural, entre
comillas, del mundo. Dijo pobreza. Y la repitió varias veces. Pienso que el
Señor quiso que la escucháramos varias veces y la recibiéramos en el corazón.
El espíritu mundano no la conoce, no la quiere, la esconde, no por pudor, sino
por desprecio. Y si tiene que pecar y ofender a Dios para que no le llegue la
pobreza, lo hace. El espíritu del mundo no ama el camino del Hijo de Dios, que
se vació a sí mismo, se hizo pobre, se hizo nada, se humilló para ser uno de
nosotros.
La
pobreza que le dio miedo a aquel muchacho tan generoso, había cumplido todos
los mandamientos. Y cuando Jesús le dijo vende todo lo que tienes y dáselo a
los pobres, se puso triste, le tuvo miedo a la pobreza. La pobreza siempre
tratamos de escamotearla, sea por cosas razonables, pero estoy hablando de
escamotearla en el corazón. Que hay que saber administrar los bienes, es una
obligación. Los bienes son un bien de Dios. Pero cuando esos bienes entran en
el corazón y te empiezan a conducir la vida, ahí perdiste. Ya no eres como
Jesús, tienes tu seguridad donde la tenía el joven triste, el que se fue entristecido.
Ustedes
sacerdotes, consagrados, consagradas, creo que les puede servir lo que decía
san Ignacio y esto no es propaganda publicitaria de familia. Decía que la
pobreza era el muro y la madre de la vida consagrada. Era la madre porque
engendraba más confianza en Dios. Y era el muro porque la protegía de toda
mundanidad. Cuántas almas destruidas, almas generosas como la del joven
entristecido, que empezaron bien y después se les fueron apegando el amor a esa
mundanidad rica y terminaron mal. Es decir, mediocres.
Terminaron
sin amor porque la riqueza pauperiza. Pero pauperiza mal, nos quita lo mejor
que tenemos, nos hace pobres en la única riqueza que vale la pena para poner la
seguridad en lo otro.
El
espíritu de pobreza, el espíritu de despojo, el espíritu de dejarlo todo para
seguir a Jesús, este dejarlo todo no lo invento yo, varias veces aparece en
Evangelio. En el llamado de los primeros, que dejaron la barca, las redes y lo
siguieron. Los que dejaron todo para seguir a Jesús.
Una
vez me contaba un viejo cura sabio, hablando de cuando se mete el espíritu de
riqueza, de mundanidad rica en el corazón de un consagrado, de una consagrada,
de un sacerdote, un obispo, un Papa, lo que sea. Cuando uno empieza a juntar
plata y para asegurar el futuro, ¿no es cierto? Entonces el futuro no está en
Jesús, está en una compañía de seguros de tipo espiritual que yo manejo ¿no?
Entonces cuando, por ejemplo, una congregación religiosa, por poner un ejemplo
como decía él, empieza a juntar plata y a ahorrar, Dios es tan bueno que le
manda un ecónomo desastroso que las lleva a la quiebra. Son de las mejores
bendiciones de Dios a su Iglesia. Los ecónomos desastrosos porque la hacen
libre, la hacen pobre. Nuestra Santa Madre Iglesia es pobre. Dios la quiere
pobre como quiso pobre a nuestra Santa Madre María.
Amen
la pobreza como a madre. Simplemente
les sugiero, si alguno de ustedes tiene ganas de preguntarse ¿cómo está mi
espíritu de pobreza? ¿Cómo está mi despojo interior? Creo que puede hacer bien
a nuestra vida consagrada, a nuestra vida presbiteral.
Después
de todo, no nos olvidemos que es la primera de las bienaventuranzas. Felices
los pobres de espíritu, los que no están apegados a la riqueza, a los poderes
de este mundo.
Y la
hermana nos hablaba de los últimos, de los más pequeños. Que aunque sean
grandes unos terminan tratándolos como niños porque se presentan como niños. El
más pequeño. Es una frase de Jesús esa. El que está en el protocolo sobre el
cual vamos a ser juzgados. Lo que hiciste al más pequeño de estos hermanos, me
lo hiciste a mí. Hay servicios pastorales, pueden ser más gratificantes desde
el punto de vista humano, sin ser malos ni mundanos. Pero cuando uno busca en
la preferencia interior al más pequeño, al más abandonado, al más enfermo, al
que nadie tiene en cuenta, al que nadie quiere, el más pequeño, y sirve al más
pequeño, está sirviendo a Jesús de manera superlativa. A vos te mandaron donde
no querías ir, y lloraste, lloraste porque no te gustaba, lo cual no quiere
decir que seas una monja llorona. Dios nos libre de las monjas lloronas que
siempre se están lamentando. Eso no es mío, eso lo decía santa Teresa a sus
monjas. Es de ella. Guai de aquella monja que anda todo el día lamentándose
porque me hicieron una injusticia. En el lenguaje castellano de la época decía
guai de la monja que anda diciendo hicieronme sin razón. Vos lloraste
porque eras joven, tenías otras ilusiones, pensabas quizá que en un colegio
podías hacer más cosas, que podías organizar futuros para la juventud. Y te
mandaron ahí, casa de misericordia, donde la ternura y la misericordia del
Padre se hace más patente. Donde la ternura y la misericordia de Dios se hace
caricia. ¡Cuántas religiosas y religiosos queman y repito el verbo, queman su
vida acariciando material de descarte! Acariciando a quienes el mundo descarta,
a quienes el mundo desprecia, a quienes el mundo prefiere que no estén, a
quienes el mundo hoy día con métodos de análisis nuevos que hay, cuando se
prevé que puede venir con una enfermedad degenerativa se propone mandarlo de
vuelta antes de que nazca. El más pequeño. Y una chica joven llena de ilusiones
empieza su vida consagrada haciendo viva la ternura de Dios, su misericordia.
A veces no entienden, no saben pero ¡qué linda es para Dios, y qué bien
que hace a uno, por ejemplo la sonrisa de un espástico que no sabe cómo
hacerla! O cuando te quieren besar y te babosean la cara. Esa es la ternura de
Dios, esa es la misericordia de Dios.
O
cuando están enojados y te dan un golpe. ¿Y quemar mi vida así? Con material de
descarte a los ojos del mundo. Eso nos habla solamente de una persona, nos
habla de Jesús, que por pura misericordia del Padre se hizo nada. Se anonadó
dice el texto de Filipenses capítulo 2. Se hizo nada. Y esa
gente a la que vos dedicas tu vida, imitan a Jesús, no porque lo quisieron,
sino porque el mundo los trajo así. Son nada. Y se les esconde no se les
muestra o no se les visita. Y si se puede y todavía se está a tiempo, se los
manda de vuelta.
Gracias por lo que haces y en vos gracias a todas estas mujeres y a
tantas mujeres consagradas al servicio de lo inútil porque no se puede hacer
ninguna empresa, no se puede ganar plata, no se llevar adelante absolutamente
nada constructivo, entre comillas con esos hermanos nuestros, con los menores,
con los más pequeños. Ahí resplandece Jesús y ahí resplandece mi opción por
Jesús. Gracias a vos, y a todos los consagrados y consagradas que hacen esto.
Padre
yo no soy monja. Yo no cuido enfermos yo soy cura. Y tengo una parroquia o
ayudo a un párroco. ¿Cuál es mi Jesús predilecto? ¿Cuál es el más pequeño?
¿Cuál es aquel que me muestra más la misericordia del Padre? ¿Dónde lo tengo
que encontrar? Obviamente sigo recorriendo el protocolo de Mateo 25, ahí los
tienes a todos: en el hambriento, en el preso, en el enfermo, ahí los vas a
encontrar. Pero hay un lugar
privilegiado para el sacerdote donde aparece ese último, ese mínimo, el más
pequeño, y es el confesionario. Y ahí, cuando ese hombre o esa mujer te muestra
su miseria, ojo que es la misma que tienes vos y que Dios te salvó ¿eh? de no
llegar hasta ahí. Cuando te muestra su miseria, por favor, no lo retes, no la
retes, no lo castigues, si no tienes pecado tira la primera piedra. Pero
solamente con esa condición. Si no piensa en tus pecados y piensa que vos puede
ser esa persona, y piensa que vos potencialmente puedes llegar más bajo todavía
y piensa que vos en ese momento tienes un tesoro en las manos que es la
misericordia del Padre. Por favor, a los sacerdotes, no se cansen de perdonar.
Sean perdonadores. No se cansen de perdonar como lo hacía Jesús. No se
escondan en miedos o en rigideces. Así como esta monja y todas las que están en
su mismo trabajo, no se ponen furiosas cuando encuentran al enfermo sucio, mal
sino que lo sirven, los limpian, lo cuidan. Así vos, cuando te llega el
penitente, no te pongas mal, no te pongas neurótico, no lo eches del
confesionario, no lo retes. Jesús los abrazaba, Jesús los quería. Mañana
festejamos san Mateo. Cómo robaba ese y además cómo traicionaba a su pueblo. Y
dice el Evangelio que a la noche Jesús fue a cenar con él y otros como él. San
Ambrosio tiene una frase que a mí me conmueve mucho, ‘donde hay misericordia
está el Espíritu de Jesús, donde hay rigidez están solamente sus ministros’.
Hermanos
sacerdote, hermano obispo, no le tengan miedo a la misericordia, deja que fluya
por tus manos y por tu abrazo de perdón. Porque ese o esa que está ahí son el
más pequeño y por lo tanto es Jesús.
Esto
es lo que se me ocurre decir después de haber escuchado a estos dos profetas. Que
el Señor nos conceda estas gracias que ellos dos han sembrado en nuestro
corazón. Pobreza y misericordia, porque ahí está Jesús.
Texto completo
del mensaje a los jóvenes del Centro Cultural Padre Félix Varela. 21 de
septiembre de 2015 (ZENIT.org)
El papa
Francisco sostuvo este domingo por la tarde un encuentro con la juventud
cubana en el Centro Cultural Padre Félix Varela de La Habana. Tras escuchar
el testimonio del joven universitario Leonardo Manuel Fernández Otaño en
representación de los demás asistentes, el Santo Padre pronunció el
siguiente discurso improvisado:
Ustedes están
parados y yo estoy sentado. ¡Qué vergüenza! Pero saben por qué me
siento, porque tomé notas de algunas cosas que dijo nuestro compañero y sobre
estas les quiero hablar.
Una palabra que cayó fuerte: “soñar”. Un escritor latinoamericano
decía que las personas tenemos dos ojos: uno de carne y otro de vidrio. Con
el ojo de carne vemos lo que miramos, con el ojo de vidrio vemos lo que
soñamos. Esta lindo, ¿eh? En la objetividad de la vida tiene que entrar la
capacidad de soñar. Y un joven que no es capaz de soñar está clausurado en sí
mismo, está encerrado en sí mismo. Claro, uno a veces sueña cosas que nunca
van a suceder. Pues soñalas, desealas, busca horizontes, abrite, abrite a
cosas grandes. No sé si en Cuba se usa la palabra, pero los argentinos
decimos: “No te arrugues”, ¿eh? No te arrugues, abrite, abrite y soñá. Soñá
que el mundo con vos puede ser distinto. Soñá que si vos ponés lo mejor de
vos, vas a ayudar a que ese mundo sea distinto. No
se olviden. Sueñen. Por ahí se les va la mano y sueñan demasiado y la vida
les corta el camino. No importa. Sueñen y cuenten sus sueños. Cuenten. Hablen
de las cosas grandes que desean, porque cuanto más grande es la capacidad de
soñar, y la vida te deja a mitad de camino, más camino has recorrido. Así que
primero, soñar.
Vos dijiste ahí
una frasecita, yo tenía acá escrita la intervención de él, pero la subrayé y
tomé alguna nota: que sepamos acoger y aceptar al que piensa diferente.
Realmente a veces nosotros somos cerrados. Nos metemos en nuestro mundito: “o
este es como yo quiero que sea, o no”. Y fuiste más allá todavía: que no nos
encerremos en los conventillos de las ideologías o en los conventillos de las
religiones. Y que podamos crecer ante los individualismos.
Cuando una
religión se convierte en conventillo pierde lo mejor que tiene, pierde su
realidad de adorar a Dios, de creer en Dios, es un conventillo, es un
conventillo de palabras, de oraciones, de yo soy bueno vos sos malo, de
prescripciones morales. Y cuando yo tengo mi ideología, mi modo de pensar, y
vos tenés el tuyo, me encierro en este conventillo de la ideología.
Corazones
abiertos, mentes abiertas. Si vos pensás distinto que yo, ¿por qué no vamos a
hablar? ¿Por qué siempre nos tiramos la piedra sobre aquello que nos separa,
sobre aquello en lo que somos distintos? ¿Por qué no nos damos la mano en aquello
que tenemos en común? Animarnos a hablar de lo que tenemos en común. Y
después, podemos hablar de las cosas que tenemos diferentes. Pero digo
hablar, no digo pelearnos, no digo encerrarnos, no digo “conventillar”, como
usaste vos la palabra. Pero eso solo es posible cuando uno tiene la capacidad
de hablar de aquello que tengo en común con el otro, de aquello para lo cual
somos capaces de trabajar juntos.
En Buenos Aires,
estaba una parroquia nueva, en una zona muy muy pobre, estaban construyendo
unos salones parroquiales, un grupo de jóvenes de la universidad, y el
párroco me dijo: “por qué no te venís un sábado y así te los presento”.
Trabajaban los sábados y los domingos en la construcción. Eran chicos y
chicas de la universidad. Yo llegué, y los vi y me los fue presentando: “Este
es el arquitecto, es judío. Este es comunista. Este es católico práctico,
este...”. Todos eran distintos, pero
todos estaban trabajando en común, por el bien común. Eso se llama amistad
social: buscar el bien común. La enemistad social destruye. Y una familia se
destruye por la enemistad, un país se destruye por la enemistad, el mundo se
destruye por la enemistad. Y la enemistad más grande es la guerra. Y hoy día
vemos que el mundo se está destruyendo por la guerra, porque son incapaces de
sentarse y hablar. Bueno, negociemos. ¿Qué podemos hacer en común? ¿En qué
cosas no vamos a ceder? Pero no matemos más gente. Cuando hay división hay
muerte, hay muerte en el alma, porque estamos matando la capacidad de unir.
Estamos matando la amistad social. Y eso es lo que yo les pido a ustedes hoy:
sean capaces de crear la amistad social.
Después salió
otra palabra que vos dijiste: la palabra esperanza. Los jóvenes son la
esperanza de un pueblo, eso lo oímos de todos los lados. Pero, ¿qué es la
esperanza? ¿Es ser optimista? No. El optimismo es un estado de ánimo. Mañana
te levantás con dolor de hígado y no sos optimista, ves todo negro. La
esperanza es algo más.
La esperanza es
sufrida. La esperanza sabe sufrir para llevar adelante un proyecto. Sabe
sacrificarse. ¿Vos sos capaz de sacrificarte por un futuro o solamente querés
vivir el presente y que se arreglan los que vengan? La esperanza es fecunda,
la esperanza da vida. ¿Vos sos capaz de dar vida, o vas a ser un chico o una
chica espiritualmente estéril, sin capacidad de crear vida a los demás, sin
capacidad de crear amistad social, sin capacidad de crear patria, sin
capacidad de crear grandeza?
La esperanza es
fecunda. La esperanza se da en el trabajo, y aquí me quiero referir a un
problema muy grave, que se está viviendo en Europa. La cantidad de jóvenes
que no tienen trabajo. Hay países en Europa que jóvenes de 25 años hacia
abajo viven desocupados en un porcentaje del 40 por ciento. Pienso en un
país. Otro país el 47 por ciento. Otro país el 50 por ciento.
Evidentemente
que un pueblo que no se preocupa por dar trabajo a los jóvenes, un pueblo, y
cuando digo “pueblo” no digo gobiernos, todo el pueblo, la preocupación de la
gente, si los jóvenes no trabajan, es pueblo no tiene futuro.
Los jóvenes
entran a formar parte de la cultura del descarte y todos sabemos que hoy, en
este imperio del dios dinero, se descartan las cosas y se descartan las
personas, se descartan los chicos, porque no se los quiere, porque se les
mata antes de nacer, se descartan los ancianos, estoy hablando del mundo en
general, se descartan los ancianos porque ya no producen.
En algunos
países hay ley de eutanasia, pero en tantos otros hay una eutanasia
escondida, encubierta. Se descartan los jóvenes porque no les dan trabajo.
Entonces, ¿qué le queda a un joven sin trabajo? Un país que no inventa, un
pueblo que no inventa posibilidades laborales para su jóvenes, a ese joven le
quedan o las adicciones, o el suicidio, o irse por ahí buscando ejércitos de
destrucción para crear guerras.
Esta cultura del
descarte nos está haciendo mal a todos, nos quita la esperanza, y es lo que
vos pediste para los jóvenes: “queremos esperanza”. Esperanza que es sufrida,
es trabajadora, es fecunda, nos da trabajo y nos salva de la cultura del
descarte. Y esta esperanza que es convocadora, convocadora de todos, porque
un pueblo que sabe autoconvocarse para mirar el futuro y construir la amistad
social, como dije, aunque piense diferente, ese pueblo tiene esperanza.
Y si yo me
encuentro con un joven sin esperanza, por ahí una vez dije “un joven es
jubilado”. Hay jóvenes que parece que se jubilan a los 22 años. Son jóvenes
con tristeza existencial. Son jóvenes que han apostado su vida al derrotismo
básico. Son jóvenes que se lamentan. Son jóvenes que se fugan de la vida. El
camino de la esperanza no es fácil. Y no se puede recorrer solo. Hay un
proverbio africano que dice; “Si querés ir de prisa, andá solo, pero si
querés llegar lejos, andá acompañado”.
Y yo a ustedes,
jóvenes cubanos, aunque piensen diferente, aunque tengan su punto de vista
diferente, quiero que vayan acompañados, juntos, buscando la esperanza,
buscando el futuro y la nobleza de la patria.
Y así, empezando
como empezamos con la palabra soñar, y quiero terminar con otra palabra que
vos dijiste, y que yo la suelo usar bastante: la cultura del encuentro. Por
favor, no nos “desencontremos” entre nosotros mismos. Vayamos acompañados,
uno. Encontrados, aunque pensemos distinto, aunque sintamos distinto, pero
hay algo que es superior a nosotros, que es la grandeza de nuestro pueblo,
que es la grandeza de nuestra patria, que es esa belleza, esa dulce esperanza
de la patria a la que tenemos que llegar. Muchas gracias.
Bueno, me
despido deseándoles lo mejor, deseándoles todo esto que les dije, se los
deseo. Voy a rezar por ustedes. Y les pido que recen por mí y si alguno de
ustedes no es creyente y no puede rezar porque no es creyente, que al menos
me desee cosas buenas. Que Dios los bendiga y los haga caminar en este camino
de esperanza, hacia la cultura del encuentro, y evitando esos “conventillos”
de los cuales habló nuestro compañero. Y que Dios los bendiga a todos. (Texto transcrito
del audio por ZENIT).
Texto completo
de la homilía del Papa en Holguín. 21 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Celebramos
la fiesta del apóstol y evangelista san Mateo. Celebramos la historia de una
conversión. Él mismo, en su evangelio, nos cuenta cómo fue el encuentro que
marcó su vida, él nos introduce en un «juego de miradas» que es capaz de
transformar la historia.
Un
día, como otro cualquiera, mientras estaba sentado a la mesa de la
recaudación de los impuestos, Jesús pasaba y lo vio, se acercó y le dijo:
«“Sígueme”. Y él, levantándose, lo siguió».
Jesús
lo miró. Qué fuerza de amor tuvo la mirada de Jesús para movilizar a Mateo
como lo hizo; qué fuerza han de haber tenido esos ojos para levantarlo.
Sabemos que Mateo era un publicano, es decir, recaudaba impuestos de los
judíos para dárselos a los romanos. Los publicanos eran mal vistos e incluso
considerados pecadores, y por eso vivían apartados y despreciados por los
demás. Con ellos no se podía comer, ni hablar, ni orar. Eran traidores para el
pueblo: le sacaban a su gente para dárselo a otros. Los publicanos
pertenecían a esta categoría social.
Y
Jesús se detuvo, no pasó de largo precipitadamente, lo miró sin prisa, lo
miró con paz. Lo miró con ojos de misericordia; lo miró como nadie lo había mirado
antes. Y esta mirada abrió su corazón, lo hizo libre, lo sanó, le dio una
esperanza, una nueva vida como a Zaqueo, a Bartimeo, a María Magdalena, a
Pedro y también a cada uno de nosotros. Aunque no nos atrevamos a levantar
los ojos al Señor, Él siempre nos mira primero. Es nuestra historia personal;
al igual que muchos otros, cada uno de nosotros puede decir: yo también soy
un pecador en el que Jesús puso su mirada. Lo invito que hoy en sus
casas, o en la iglesia, cuando están tranquilos, solos, hagan un momento
de silencio para recordar con gratitud y alegría aquellas circunstancias,
aquel momento en que la mirada misericordiosa de Dios se posó en nuestra
vida.
Su
amor nos precede, su mirada se adelanta a nuestra necesidad. Él sabe ver más
allá de las apariencias, más allá del pecado, más allá del fracaso o de la
indignidad. Sabe ver más allá de la categoría social a la que podemos
pertenecer. Más allá de todo eso, Él ve esa dignidad de hijo, que
todos tenemos, tal vez ensuciada por el pecado, pero siempre presente en el
fondo de nuestra alma. Es nuestra dignidad de hijos. Él ha venido
precisamente a buscar a todos aquellos que se sienten indignos de Dios,
indignos de los demás. Dejémonos mirar por Jesús, dejemos que su mirada
recorra nuestras calles, dejemos que su mirada nos devuelva la alegría, la
esperanza, el gozo de la vida.
Después
de mirarlo con misericordia, el Señor le dijo a Mateo: «Sígueme». Y
Mateo se levantó y lo siguió. Después de la mirada, la palabra. Tras el
amor, la misión. Mateo ya no es el mismo; interiormente ha cambiado. El
encuentro con Jesús, con su amor misericordioso, lo transformó. Y
allá atrás quedó el banco de los impuestos, el dinero, su
exclusión. Antes, él esperaba sentado para recaudar, para sacarle a otros,
ahora con Jesús tiene que levantarse para dar, para entregar, para entregarse
a los demás. Jesús lo miró y Mateo encontró la alegría en el servicio. Para
Mateo, y para todo el que sintió la mirada de Jesús, sus conciudadanos no son
aquellos a los que «se vive», se usa y se abusa. La mirada de Jesús genera
una actividad misionera, de servicio, de entrega. Sus conciudadanos son
aquellos a quien él sirve. Su amor cura nuestras miopías y nos estimula
a mirar más allá, a no quedarnos en las apariencias o en lo políticamente
correcto.
Jesús
va delante, nos precede, abre el camino y nos invita a seguirlo. Nos invita a
ir lentamente superando nuestros preconceptos, nuestras resistencias al
cambio de los demás e incluso de nosotros mismos. Nos desafía día a día con
la pregunta: ¿Crees? ¿Crees que es posible que un recaudador se transforme en
servidor? ¿Crees que es posible que un traidor se vuelva un amigo? ¿Crees que
es posible que el hijo de un carpintero sea el Hijo de Dios? Su mirada
transforma nuestras miradas, su corazón transforma nuestro corazón. Dios es
Padre que busca la salvación de todos sus hijos.
Dejémonos
mirar por el Señor en la oración, en la Eucaristía, en la Confesión, en
nuestros hermanos, especialmente en los que se sienten dejados, más solos. Y
aprendamos a mirar como Él nos mira. Compartamos su ternura y su misericordia
con los enfermos, los presos, los ancianos o las familias en dificultad. Una
y otra vez somos llamados a aprender de Jesús que mira siempre lo más
auténtico que vive en cada persona, que es precisamente la imagen de su
Padre.
Sé
con qué esfuerzo y sacrificio la Iglesia en Cuba trabaja para llevar a todos,
aun en los sitios más apartados, la palabra y la presencia de Cristo. Una
mención especial merecen las llamadas «casas de misión» que, ante la escasez
de templos y de sacerdotes, permiten a tantas personas poder tener un espacio
de oración, de escucha de la Palabra, de catequesis y vida de comunidad. Son
pequeños signos de la presencia de Dios en nuestros barrios y una ayuda
cotidiana para hacer vivas las palabras del apóstol Pablo: «Les ruego que
anden como pide la vocación a la que han sido convocados. Sean siempre
humildes y amables, sean comprensivos, sobrellevándose mutuamente con amor;
esfuércense en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4,2).
Deseo
dirigir ahora la mirada a la Virgen María, Virgen de la Caridad del Cobre, a
quien Cuba acogió en sus brazos y le abrió sus puertas para siempre, y a Ella
le pido que mantenga sobre todos y cada uno de los hijos de esta noble nación
su mirada maternal y que esos «sus ojos misericordiosos» estén siempre
atentos a cada uno de ustedes, sus hogares, familias, a las personas que
puedan estar sintiendo que para ellos no hay lugar. Que Ella nos guarde a
todos como cuidó a Jesús en su amor. Y que Ella nos enseñe a mirar a los
demás como Jesús nos miró a cada uno de nosotros.
Texto
completo del Santo Padre a las familias en la Catedral de Santiago de Cuba.
22 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Estamos
en familia. Y cuando uno está en familia se siente en casa. Gracias familias
cubanas, gracias cubanos por hacerme sentir todos estos días en familia, por
hacerme sentir en casa. Gracias. Este encuentro con ustedes es como «la
frutilla de la torta». Terminar mi visita viviendo este encuentro en familia
es un motivo para dar gracias a Dios por el «calor» que brota de gente que
sabe recibir, que sabe acoger, que sabe hacer sentir en casa. Gracias a todos
los cubanos.
Agradezco
a Mons. Dionisio García, Arzobispo de Santiago, el saludo que me ha dirigido
en nombre de todos y al matrimonio que ha tenido la valentía de compartir con
todos nosotros sus anhelos y esfuerzos por vivir el hogar como una «iglesia
doméstica». El Evangelio de Juan nos presenta como primer acontecimiento
público de Jesús las Bodas de Caná, en la fiesta de una familia. Ahí está con
María su madre y algunos de sus discípulos compartiendo la fiesta familiar.
Las
bodas son momentos especiales en la vida de muchos. Para los «más veteranos»,
padres, abuelos, es una oportunidad para recoger el fruto de la siembra. Da
alegría al alma ver a los hijos crecer y que puedan formar su hogar. Es la
oportunidad de ver, por un instante, que todo por lo que se ha luchado valió
la pena. Acompañar a los hijos, sostenerlos, estimularlos para que puedan
animarse a construir sus vidas, a formar sus familias, es un gran desafío para
los padres. A su vez, la alegría de los jóvenes esposos. Todo un futuro que
comienza, todo tiene «sabor» a casa nueva, a esperanza. En las bodas, siempre
se une el pasado que heredamos y el futuro que nos espera. Hay memoria y
esperanza. Siempre se abre la oportunidad para agradecer todo lo que
nos permitió llegar hasta el hoy con el mismo amor que hemos
recibido.
Y
Jesús comienza su vida pública precisamente en una boda. Se introduce en esa
historia de siembras y cosechas, de sueños y búsquedas, de esfuerzos y
compromisos, de arduos trabajos que araron la tierra para que ésta dé su
fruto. Jesús comienza su vida en el interior de una familia, en el seno de un
hogar. Y es precisamente en el seno de nuestros hogares donde continuamente Él
se sigue introduciendo, Él sigue siendo parte. Le gusta meterse en la
familia.
Es
interesante observar cómo Jesús se manifiesta también en las comidas, en las
cenas. Comer con diferentes personas, visitar diferentes casas fue un lugar
privilegiado por Jesús para dar a conocer el proyecto de Dios. Él va a la
casa de sus amigos –Marta y María–, pero no es selectivo, no le importa si
son publicanos o pecadores, como Zaqueo. No sólo Él actuaba así, sino cuando
envió a sus discípulos a anunciar la buena noticia del Reino de Dios, les
dijo: «Quédense en la casa que los reciba, coman y beban de los que ellos
tengan» Bodas, visitas a los hogares, cenas, algo de especial tendrán estos
momentos en la vida de las personas para que Jesús elija manifestarse ahí.
Recuerdo
en mi diócesis anterior que muchas familias me comentaban que el único
momento que tenían para estar juntos era normalmente en la cena, a la noche,
cuando se volvía de trabajar, donde los más chicos terminaban la tarea de la
escuela. Era un momento especial de vida familiar. Se comentaba el día, lo
que cada uno había hecho, se ordenaba el hogar, se acomodaba la ropa, se
organizaban las tareas fundamentales para los demás días. Los chicos se
peleaban, pero era el momento. Son momentos en los que uno llega también
cansado y alguna que otra discusión, alguna que otra «pelea» entre marido y
mujer aparece. Pero no hay que tenerle miedo. Yo le tengo más miedo a los
matrimonios que nunca tuvieron una discusión, es raro. Jesús elije estos
momentos para mostrarnos el amor de Dios, Jesús elije estos espacios para
entrar en nuestras casas y ayudarnos a descubrir el Espíritu vivo y actuando
en nuestras cosas cotidianas. Es en casa donde aprendemos la fraternidad,
donde aprendemos la solidaridad, donde aprendemos el no ser avasalladores. Es
en casa donde aprendemos a recibir y a agradecer la vida como una bendición y
que cada uno necesita a los demás para salir adelante. Es en casa donde
experimentamos el perdón, y estamos invitados a perdonar, a dejarnos
transformar. Es curioso, en casa no hay lugar para las «caretas», somos lo
que somos y de una u otra manera estamos invitados a buscar lo mejor para los
demás.
Por
eso la comunidad cristiana llama a las familias con el nombre de iglesias
domésticas, porque en el calor del hogar es donde la fe empapa cada rincón,
ilumina cada espacio, construye comunidad. Porque en momentos así es como las
personas iban aprendiendo a descubrir el amor concreto y operante de
Dios.
En
muchas culturas hoy en día van despareciendo estos espacios, van
desapareciendo estos momentos familiares, poco a poco todo lleva a separarse,
aislarse; escasean momentos en común, para estar juntos, para estar en
familia. Entonces no se sabe esperar, no se sabe pedir permiso, no se sabe pedir
perdón, no se sabe dar gracias, porque la casa va quedando vacía. No de
gente, sino vacía de relaciones, vacía de contactos, vacía de encuentros. De
padres, hijos, abuelos, nietos, hermanos. Hace poco, una persona que trabaja
conmigo me contaba que su esposa e hijos se habían ido de vacaciones y él se
había quedado solo porque le tocaba trabajar. El primer día, la casa
estaba toda en silencio, en paz, estaba feliz, nada estaba desordenado. Al
tercer día, cuando le pregunto cómo estaba, me dice: quiero que vengan ya
todos de vuelta todos. Sentía que no podía vivir sin su esposa y sus hijos. Y
eso es lindo.
Sin
familia, sin el calor de hogar, la vida se vuelve vacía, comienzan a faltar
las redes que nos sostienen en la adversidad, nos alimentan en la
cotidianidad y motivan la lucha para la prosperidad. La familia nos salva de
dos fenómenos actuales, dos cosas que suceden: la fragmentación (la división)
y la masificación. En ambos casos, las personas se transforman en individuos
aislados fáciles de manipular y de gobernar. Y entonces encontramos en el
mundo sociedades divididas, rotas, separadas o altamente masificadas que son
consecuencia de la ruptura de los lazos familiares; cuando se pierden las
relaciones que nos constituyen como personas, que nos enseñan a ser personas.
Uno se olvida de cómo se dice papá, mamá, hijo, hija, abuelo, abuela. Se van
como olvidando esas relaciones que son el fundamento.
La
familia es escuela de humanidad, escuela que enseña a poner el corazón en las
necesidades de los otros, a estar atento a la vida de los demás. Cuando
vivimos bien en familia los egoísmos quedan chiquitos, existen porque todos
tenemos algo de egoísmo. Pero cuando no se vive una vida de familia se van
engendrando esas personalidad que las podemos llamar así: yo, me, mí conmigo,
para mí, totalmente centradas en sí mismo, que no saben de solidaridad, de
fraternidad, de trabajo en común, de amor, de discusión entre hermanos, no
saben.
A
pesar de tantas dificultades como aquejan hoy a nuestras familias del mundo,
no nos olvidemos de algo, por favor: las familias no son un problema, son
principalmente una oportunidad. Una oportunidad que tenemos que cuidar,
proteger, acompañar. Es una manera de decir que son una bendición, cuando vos
empiezas a vivir la familia como un problema, te estancas, no caminas, estás
muy centrado en vos mismo.
Mucho
se discute sobre el futuro, sobre qué mundo queremos dejarle a nuestros
hijos, qué sociedad queremos para ellos. Creo que una de las posibles
respuestas se encuentra en mirarlos a ustedes: esta familia que habló a cada
uno de ustedes. Dejemos un mundo con familias. Es la mejor herencia, dejemos
un mundo con familias. Es cierto que no existe la familia perfecta, no
existen esposos perfectos, padres perfectos, ni hijos perfectos, y si no se
enojan yo diría suegra perfecta, no existe, pero eso no impide que no sean la
respuesta para el mañana. Dios nos estimula al amor y el amor siempre se
compromete con las personas que ama. El amor siempre se compromete con la
persona que ama. Por eso, cuidemos a nuestras familias, verdaderas escuelas
del mañana. Cuidemos a nuestras familias, verdaderos espacios de libertad.
Cuidemos a nuestras familias, verdaderos centros de humanidad. Y aquí me
viene una imagen, cuando las audiencias de los miércoles paso a saludar a la
gente, tantas tantas mujeres me muestran la panza y me dicen ‘padre me lo
bendice’. Les voy a proponer algo, a todas aquellas mujeres que están
embarazas de esperanza, porque un hijo es una esperanza, que en este momento
se toquen la panza. Si hay alguna acá, que lo haga acá, o las que están
escuchando por radio o televisión. Y yo a cada una de ellas, a cada chico o
chica que está ahí dentro esperando, le doy la bendición, así que cada una se
toca la panza, y yo le doy la bendición, en el nombre del Padre, y del Hijo y
del Espíritu Santo. Y deseo que venga sano, que crezca bien, que lo
pueda criar. Acaricien al hijo que están esperando.
No
quiero terminar sin hacer mención a la Eucaristía. Se habrán dado cuenta que
Jesús quiere utilizar como espacio de su memorial, una cena. Elige como
espacio de su presencia entre nosotros un momento concreto en la vida
familiar. Un momento vivido y entendible por todos, la cena. La Eucaristía es
la cena de la familia de Jesús, que a lo largo y ancho de la tierra se reúne
para escuchar su Palabra y alimentarse con su Cuerpo. Jesús es el Pan de Vida
de nuestras familias, Él quiere estar siempre presente alimentándonos con su
amor, sosteniéndonos con su fe, ayudándonos a caminar con su esperanza, para
que en todas las circunstancias podamos experimentar que es el verdadero Pan
del cielo.
En
unos días participaré junto a familias del mundo en el Encuentro Mundial de
las Familias y en menos de un mes en el Sínodo de Obispos, que tiene como tema
la Familia. Los invito a rezar especialmente por estas dos instancias, para
que sepamos entre todos ayudarnos a cuidar a la familia, para que sepamos
seguir descubriendo al Emmanuel, es decir al Dios que vive en medio de su
Pueblo haciendo de cada familia y de todas las familias su hogar. Cuento con
la oración de ustedes.
Texto de la homilía del papa Francisco en
el Santuario de la Caridad del Cobre. En la misa votiva en honor de la
patrona de Cuba. 22 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
El Evangelio que escuchamos nos pone de
frente al movimiento que genera el Señor cada vez que nos visita: nos saca de
casa. Son imágenes que una y otra vez somos invitados a contemplar. La
presencia de Dios en nuestra vida nunca nos deja quietos, siempre nos motiva
al movimiento. Cuando Dios visita, siempre nos saca de casa. Visitados para
visitar, encontrados para encontrar, amados para amar
Ahí vemos a María, la primera discípula.
Una joven quizás de entre 15 y 17 años, que en una aldea de Palestina fue
visitada por el Señor anunciándole que sería la madre del Salvador. Lejos de
«creérsela» y pensar que todo el pueblo tenía que venir a atenderla o
servirla, ella sale de casa y va a servir. Sale a ayudar a su prima Isabel.
La alegría que brota de saber que Dios está con nosotros, con nuestro pueblo,
despierta el corazón, pone en movimiento nuestras piernas, «nos saca para
afuera», nos lleva a compartir la alegría recibida como servicio, como
entrega en todas esas situaciones «embarazosas» que nuestros vecinos o
parientes puedan estar viviendo. El Evangelio nos dice que María fue de
prisa, paso lento pero constante, pasos que saben a dónde van; pasos que no
corren para «llegar» rápido o van demasiado despacio como para no «arribar»
jamás. Ni agitada ni adormentada, María va con prisa, a acompañar a su prima
embarazada en la vejez. María, la primera discípula, visitada ha salido a
visitar. Y desde ese primer día ha sido siempre su característica particular.
Ha sido la mujer que visitó a tantos hombres y mujeres, niños y ancianos,
jóvenes. Ha sabido visitar y acompañar en las dramáticas gestaciones de
muchos de nuestros pueblos; protegió la lucha de todos los que han sufrido
por defender los derechos de sus hijos. Y ahora, ella todavía no deja de
traernos la Palabra de Vida, su Hijo nuestro Señor.
Estas tierras también fueron visitadas por
su maternal presencia. La patria cubana nació y creció al calor de la
devoción a la Virgen de la Caridad. «Ella ha dado una forma propia y especial
al alma cubana –escribían los Obispos de estas tierras– suscitando los
mejores ideales de amor a Dios, a la familia y a la Patria en el corazón de
los cubanos». También lo expresaron sus compatriotas cien años atrás, cuando
le pedían al Papa Benedicto XV que declarara a la Virgen de la Caridad
Patrona de Cuba, y escribieron: «Ni las desgracias ni las penurias lograron
“apagar” la fe y el amor que nuestro pueblo católico profesa a esa Virgen,
sino que, en las mayores vicisitudes de la vida, cuando más cercana estaba la
muerte o más próxima la desesperación, surgió siempre como luz disipadora de
todo peligro, como rocío consolador…, la visión de esa Virgen bendita, cubana
por excelencia… porque así la amaron nuestras madres inolvidables, así la
bendicen nuestras esposas».
En este Santuario, que guarda la memoria
del santo Pueblo fiel de Dios que camina en Cuba, María es venerada como
Madre de la Caridad. Desde aquí Ella custodia nuestras raíces, nuestra
identidad, para que no nos perdamos en los caminos de la desesperanza. El
alma del pueblo cubano, como acabamos de escuchar, fue forjada entre dolores,
penurias que no lograron apagar la fe, esa fe que se mantuvo viva gracias a
tantas abuelas que siguieron haciendo posible, en lo cotidiano del hogar, la
presencia viva de Dios; la presencia del Padre que libera, fortalece, sana,
da coraje y que es refugio seguro y signo de nueva resurrección. Abuelas,
madres, y tantos otros que con ternura y cariño fueron signos de visitación,
de valentía, de fe para sus nietos, en sus familias. Mantuvieron abierta una
hendija pequeña como un grano de mostaza por donde el Espíritu Santo seguía
acompañando el palpitar de este pueblo. Y «cada vez que miramos a María
volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño» (Evangelii
gaudium, 288)
Generación tras generación, día tras día,
somos invitados a renovar nuestra fe. Somos invitados a vivir la revolución
de la ternura como María, Madre de la Caridad. Somos invitados a «salir de
casa», a tener los ojos y el corazón abierto a los demás. Nuestra revolución
pasa por la ternura, por la alegría que se hace siempre projimidad, que se
hace siempre compasión y nos lleva a involucrarnos, para servir, en la vida
de los demás. Nuestra fe nos hace salir de casa e ir al encuentro de los
otros para compartir gozos y alegrías, esperanzas y frustraciones.
Nuestra fe, nos saca de casa para visitar
al enfermo, al preso, al que llora y al que sabe también reír con el que ríe,
alegrarse con las alegrías de los vecinos. Como María, queremos ser una
Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos, de sus
sacristías, para acompañar la vida, sostener la esperanza, ser signo de
unidad. Como María, Madre de la Caridad, queremos ser una Iglesia que salga
de casa para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación. Como
María, queremos ser una Iglesia que sepa acompañar todas las situaciones
«embarazosas» de nuestra gente, comprometidos con la vida, la cultura, la
sociedad, no borrándonos sino caminando con nuestros hermanos.
Éste es nuestro cobre más precioso, ésta es nuestra mayor riqueza y el mejor legado que podamos dejar: como María, aprender a salir de casa por los senderos de la visitación. Y aprender a orar con María porque su oración es memoriosa, agradecida; es el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es la memoria viva de que Dios va en medio nuestro; es memoria perenne de que Dios ha mirado la humildad de su pueblo, ha auxiliado a su siervo como lo había prometido a nuestros padres y a su descendencia por siempre.
Francisco
En su encuentro con los
periodistas durante el vuelo de Santiago de Cuba a Washington, 23 de
septiembre de 2015 (ZENIT.org)
El papa Francisco ha
manifestado este martes que no tuvo noticia sobre los arrestos de los
opositores. “Estaba claro que yo no habría dado ninguna audiencia
privada, no solo a los disidentes, sino también a los demás, incluidos
algunos líderes de Estado que habían pedido una”, ha añadido. El Santo Padre
ha reconocido también que “sé que de la Nunciatura se hicieron llamadas
telefónicas a algunos disidentes para decirles que, al llegar a la Catedral
de La Habana, los habría saludado con gusto. Saludé a todos, pero nadie se
identificó como disidente”.
El
Pontífice ha dejado claro que la Iglesia en Cuba hace todo lo posible por
ayudarles y, concretamente, “ha trabajado para hacer listas de prisioneros a
los que hay que dar el indulto”, una medida que ha beneficiado a más de 3.500
presos por delitos comunes. “La Iglesia ha trabajado y está trabajando
para pedir indultos, y lo seguirá haciendo”, ha insistido.
A la
pregunta sobre si Fidel Castro le había manifestado algún arrepentimiento por
el modo en que ha gobernado la Isla, el Papa ha afirmado que “el
arrepentimiento es algo muy íntimo, de consciencia”.
Asimismo,
ha explicado que la conversación con el líder de la revolución cubana “fue un
encuentro informal, espontáneo”. “Hablamos solo sobre el colegio de los
jesuitas y sobre cómo lo ponían a trabajar. Después hablamos mucho sobre la
encíclica Laduato si’. Él está muy interesado por el tema de la ecología y
está preocupado por el medio ambiente”, ha señalado Francisco.
En
esta misma línea, el Santo Padre ha comentado que no entró en temas políticos
porque “en Cuba el viaje era pastoral, mis intervenciones fueron homilías.
Fue un lenguaje más pastoral”.
A la
observación de que quizá haya estado más blando con el comunismo que con el
capitalismo, el Pontífice ha respondido que “en los discursos en Cuba siempre
aludí a la doctrina social de la Iglesia. Las cosas que hay que corregir las
dije claramente, no de manera perfumada”.
Sobre
el viaje a Estados Unidos, el Papa ha adelantado que en su discurso al
Congreso no pedirá el levantamiento del embargo sino que los dos países
continúen avanzando en la mejora de las relaciones mutuas. “Hablaré en
general sobre los acuerdos como un signo de progreso en la convivencia”, ha
revelado.
Por
último, Francisco ha hablado sobre las críticas a su magisterio: “Lo que digo
está en la doctrina social de la Iglesia”. “¿Me preguntan si soy católico? Si
sirve, puedo recitar el Credo…”, ha concluido.
Texto
completo de la homilía del Papa en la misa de canonización de fray Junípero
Serra, 24 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
El
papa Francisco ha elevado a los altares a fray Junípero Serra, el primer
santo hispano en Estados Unidos, en una ceremonia que ha tenido lugar este
miércoles en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción.
Refiriéndose al misionero de origen español, el Pontífice ha
destacado que siempre "buscó defender la dignidad de la comunidad
nativa" durante su labor evangelizadora. A continuación publicamos el
texto íntegro de la homilía del Santo Padre en la misa de canonización:
«Alégrense
siempre en el Señor. Repito: Alégrense» (Flp 4,4). Una invitación que golpea
fuerte nuestra vida. «Alégrense» nos dice Pablo con una fuerza casi
imperativa. Una invitación que se hace eco del deseo que todos experimentamos
de una vida plena, una vida con sentido, una vida con alegría. Es como si
Pablo tuviera la capacidad de escuchar cada uno de nuestros corazones y
pusiera voz a lo que sentimos y vivimos. Hay algo dentro de nosotros que nos
invita a la alegría y a no conformarnos con placebos que siempre quieren contentarnos.
Pero
a su vez, vivimos las tensiones de la vida cotidiana. Son muchas las
situaciones que parecen poner en duda esta invitación. La propia dinámica a
la que muchas veces nos vemos sometidos parece conducirnos a una resignación
triste que poco a poco se va transformando en acostumbramiento, con una
consecuencia letal: anestesiarnos el corazón.
No
queremos que la resignación sea el motor de nuestra vida, ¿o lo queremos?; no
queremos que el acostumbramiento se apodere de nuestros días, ¿o sí?. Por eso
podemos preguntarnos, ¿cómo hacer para que no se nos anestesie el corazón?
¿Cómo profundizar la alegría del Evangelio en las diferentes situaciones de
nuestra vida? Jesús lo dijo a los discípulos de ayer y nos lo dice a
nosotros: ¡vayan!, ¡anuncien! La alegría del evangelio se experimenta, se
conoce y se vive solamente dándola, dándose. El espíritu del mundo nos
invita al conformismo, a la comodidad; frente a este espíritu humano «hace
falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una
responsabilidad por los demás y por el mundo» (Laudato si’, 229). Tenemos la
responsabilidad de anunciar el mensaje de Jesús. Porque la fuente de nuestra
alegría «nace de ese deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber
experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva»
(Evangelii gaudium, 24). Vayan todos a anunciar ungiendo y a ungir
anunciando.
A
esto el Señor nos invita hoy y nos dice: La alegría el cristiano la
experimenta en la misión: «Vayan a las gentes de todas las naciones» (Mt
28,19). La alegría el cristiano la encuentra en una invitación: Vayan y
anuncien. La alegría el cristiano la renueva, la actualiza con una llamada:
Vayan y unjan.
Jesús
los envía a todas las naciones. A todas las gentes. Y en ese «todos» de hace
dos mil años estábamos también nosotros. Jesús no da una lista selectiva
de quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje, y
su presencia. Por el contrario, abrazó siempre la vida tal cual se le
presentaba. Con rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado. Con rostro de
heridas, de sed, de cansancio. Con rostro de dudas y de piedad. Lejos de
esperar una vida maquillada, decorada, trucada, la abrazó como venía a su
encuentro. Aunque fuera una vida que muchas veces se presenta derrotada,
sucia, destruida. A «todos» dijo
Jesús, a todos vayan y anuncien; a toda esa vida como es y no como nos
gustaría que fuese, vayan y abracen en mi nombre. Vayan al cruce de los
caminos, vayan... a anunciar sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad, sin
purismos a todo aquel que ha perdido la alegría de vivir, vayan a anunciar el
abrazo misericordioso del Padre. Vayan a aquellos que viven con el peso del
dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y anuncien la locura de un
Padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza, de la salvación. Vayan
a anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no
tienen la última palabra en la vida de una persona. Vayan con el óleo que
calma las heridas y restaura el corazón.
La misión no nace nunca de un
proyecto perfectamente elaborado o de un manual muy bien estructurado y
planificado; la misión siempre nace de una vida que se sintió buscada y
sanada, encontrada y perdonada. La misión nace de experimentar una y
otra vez la unción misericordiosa de Dios.
La
Iglesia, el Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos polvorientos de
la historia atravesados tantas veces por conflictos, injusticias y
violencia para ir a encontrar a sus hijos y hermanos. El santo Pueblo fiel de
Dios, no teme al error; teme al encierro, a la cristalización en elites, al
aferrarse a las propias seguridades. Sabe que el encierro en sus múltiples
formas es la causa de tantas resignaciones.
Por
eso, «salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo» (Evangelii
gaudium, 49). El Pueblo de Dios sabe involucrarse porque es discípulo de
Aquel que se puso de rodillas ante los suyos para lavarles los pies (cf.
ibíd., 24).
Hoy
estamos aquí, podemos estar aquí, porque hubo muchos que se animaron a
responder a esta llamada, muchos que creyeron que «la vida se acrecienta
dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad» (Documento de
Aparecida, 360). Somos hijos de la audacia misionera de tantos que
prefirieron no encerrarse «en las estructuras que nos dan una falsa
contención... en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras
afuera hay una multitud hambrienta» (Evangelii gaudium, 49). Somos deudores
de una tradición, de una cadena de testigos que han hecho posible que la
Buena Nueva del Evangelio siga siendo generación tras generación Nueva y
Buena.
Y
hoy recordamos a uno de esos testigos que supo testimoniar en estas tierras
la alegría del Evangelio, Fray Junípero Serra. Supo vivir lo que es «la
Iglesia en salida», esta Iglesia que sabe salir e ir por los caminos, para
compartir la ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su tierra, sus
costumbres, se animó a abrir caminos, supo salir al encuentro de tantos
aprendiendo a respetar sus costumbres y peculiaridades. Aprendió a gestar y a
acompañar la vida de Dios en los rostros de los que iba encontrando
haciéndolos sus hermanos. Junípero buscó defender la dignidad de la comunidad
nativa, protegiéndola de cuantos la habían abusado. Abusos que hoy nos siguen
provocando desagrado, especialmente por el dolor que causan en la vida de
tantos.
Tuvo
un lema que inspiró sus pasos y plasmó su vida: supo decir, pero sobre todo
supo vivir diciendo: «siempre adelante». Esta
fue la forma que Junípero encontró para vivir la alegría del Evangelio, para
que no se le anestesiara el corazón. Fue siempre adelante, porque el Señor
espera; siempre adelante, porque el hermano espera; siempre adelante, por
todo lo que aún le quedaba por vivir; fue siempre adelante. Que, como él
ayer, hoy nosotros podamos decir: «siempre adelante».
Texto
completo del Papa en Catedral de San Mateo en Washington el encuentro con los
obispos de Estados Unidos. 23 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Queridos
Hermanos en el Episcopado: Antes que nada quisiera enviar un saludo a la
comunidad judía, a nuestros hermanos judíos que hoy celebran la fiesta de Yom
Kippur, el Señor les bendiga con paz y les haga ir adelante en la vida de la
santidad según esto que hoy hemos escuchado de su Palabra. Sed santos porque
yo soy santo
Me
alegra tener este encuentro con ustedes en este momento de la misión
apostólica que me ha traído a su País. Agradezco de corazón al Cardenal Wuerl
y al Arzobispo Kurtz las amables palabras que me han dirigido en nombre de
todos. Muchas gracias por su acogida y por la generosa solicitud con que han
programado y organizado mi estancia entre ustedes. Viendo con los ojos y con
el corazón sus rostros de Pastores, quisiera saludar también a las Iglesias
que amorosamente llevan sobre sus hombros; y les ruego encarecidamente que,
por medio de ustedes, mi cercanía humana y espiritual llegue a todo el Pueblo
de Dios diseminado en esta vasta tierra.
El
corazón del Papa se dilata para incluir a todos. Ensanchar el corazón para
dar testimonio de que Dios es grande en su amor es la sustancia de la misión
del Sucesor de Pedro, Vicario de Aquel que en la cruz extendió los brazos
para acoger a toda la humanidad. Que ningún miembro del Cuerpo de Cristo y de
la nación americana se sienta excluido del abrazo del Papa. Que, donde se
pronuncie el nombre de Jesús, resuene también la voz del Papa para confirmar:
«¡Es el Salvador!». Desde sus grandes metrópolis de la costa oriental hasta
las llanuras del midwest,
desde el profundo sur hasta el ilimitado oeste, en cualquier lugar donde su
pueblo se reúna en asamblea eucarística, que el Papa no sea un nombre que se
repite por fuerza de la costumbre, sino una compañía tangible destinada a
sostener la voz que sale del corazón de la Esposa: «¡Ven, Señor!».
Cuando
echan una mano para realizar el bien o llevar al hermano la caridad de
Cristo, para enjugar una lágrima o acompañar a quien está solo, para indicar
el camino a quien se siente perdido o para fortalecer a quien tiene el
corazón destrozado, para socorrer a quien ha caído o enseñar a quien tiene
sed de verdad, para perdonar o llevar a un nuevo encuentro con Dios... sepan
que el Papa los acompaña y los ayuda, pone también él su mano –vieja y arrugada
pero, gracias a Dios, capaz todavía de apoyar y animar– junto a las suyas.
Mi
primera palabra es de agradecimiento a Dios por el dinamismo del Evangelio
que ha hecho que la Iglesia de Cristo crezca con fuerza en estas tierras y le
ha permitido ofrecer su aportación generosa, en el pasado y en la actualidad,
a la sociedad estadounidense y al mundo. Aprecio vivamente y agradezco
conmovido su generosidad y solidaridad con la Sede Apostólica y con la
evangelización en tantas sufridas partes del mundo. Me alegro del firme
compromiso de su Iglesia a favor de la vida y de la familia, motivo principal
de mi visita. Sigo con atención el enorme esfuerzo que realizan para acoger e
integrar a los inmigrantes que siguen llegando a Estados Unidos con la mirada
de los peregrinos que se embarcan en busca de sus prometedores recursos de
libertad y prosperidad. Admiro los esfuerzos que dedican a la misión
educativa en sus escuelas a todos los niveles y a la caridad en sus numerosas
instituciones. Son actividades llevadas a cabo muchas veces sin que se
reconozca su valor y sin apoyo y, en todo caso, heroicamente sostenidas con
la aportación de los pobres, porque esas iniciativas brotan de un mandato
sobrenatural que no es lícito desobedecer. Conozco bien la valentía con que han
afrontado momentos oscuros en su itinerario eclesial sin temer a la
autocrítica ni evitar humillaciones y sacrificios, sin ceder al miedo de
despojarse de cuanto es secundario con tal de recobrar la credibilidad y la
confianza propia de los Ministros de Cristo, como desea el alma de su pueblo.
Sé cuánto les ha hecho sufrir la herida de los últimos años, y he seguido de
cerca su generoso esfuerzo por curar a las víctimas, consciente de que,
cuando curamos, también somos curados, y por seguir trabajando para que esos
crímenes no se repitan nunca más.
Les
hablo como Obispo de Roma, llamado por Dios –siendo ya mayor– desde una
tierra también americana, para custodiar la unidad de la Iglesia universal y
para animar en la caridad el camino de todas las Iglesias particulares, para
que progresen en el conocimiento, en la fe y en el amor a Cristo. Leyendo sus
nombres y apellidos, viendo sus rostros, consciente de su alto sentido de la
responsabilidad eclesial y de la devoción que han profesado siempre al
Sucesor de Pedro, tengo que decirles que no me siento forastero entre
ustedes. También yo vengo de una tierra vasta, inmensa y no pocas veces
informe, que como la de ustedes, ha recibido la fe del bagaje de los
misioneros. Conozco bien el reto de
sembrar el Evangelio en el corazón de hombres procedentes de mundos diversos,
a menudo endurecidos por el arduo camino recorrido antes de llegar. No me es
ajeno el cansancio de establecer la Iglesia entre llanuras, montañas,
ciudades y suburbios de un territorio a menudo inhóspito, en el que las
fronteras siempre son provisionales, las respuestas obvias no perduran y la
llave de entrada requiere conjugar el esfuerzo épico de los pioneros
exploradores con la sabiduría prosaica y la resistencia de los sedentarios
que controlan el territorio alcanzado. Como cantaba uno de sus poetas: «Alas
fuertes e incansables», pero también la sabiduría de quien «conoce las
montañas»
No
les hablo sólo yo. Mi voz está en continuidad con la de mis Predecesores.
Desde los albores de la «nación americana», cuando apenas acabada la
revolución fue erigida la primera diócesis en Baltimore, la Iglesia de Roma
los ha acompañado y nunca les ha faltado su contante asistencia y su aliento.
En los últimos decenios, tres de mis venerados Predecesores les han visitado,
entregándoles un notable patrimonio de magisterio todavía actual, que ustedes
han utilizado para orientar programas pastorales con visión de futuro, para
guiar a esta querida Iglesia.
No
es mi intención trazar un programa o delinear una estrategia. No he venido
para juzgarles o para impartir lecciones. Confío plenamente en la voz de
Aquel que «enseña todas las cosas» (cf. Jn 14,26). Permítanme tan sólo, con la
libertad del amor, que les hable como un hermano entre hermanos. No pretendo
decirles lo que hay que hacer, porque todos sabemos lo que el Señor nos pide.
Prefiero más bien realizar de nuevo ese esfuerzo –antiguo y siempre nuevo– de
preguntarnos por los caminos a seguir, los sentimientos que hemos de
conservar mientras trabajamos, el espíritu con que tenemos que actuar. Sin
ánimo de ser exhaustivo, comparto con ustedes algunas reflexiones que
considero oportunas para nuestra misión.
Somos
obispos de la Iglesia, pastores constituidos por Dios para apacentar su grey.
Nuestra mayor alegría es ser pastores, y nada más que pastores, con un
corazón indiviso y una entrega personal irreversible. Es preciso custodiar
esta alegría sin dejar que nos la roben. El maligno ruge como un león
tratando de devorarla, arruinando todo lo que estamos llamados a ser, no por
nosotros mismos, sino por el don y al servicio del «Pastor y guardián de
nuestras almas» (1 P 2,25). La
esencia de nuestra identidad se ha de buscar en la oración asidua, en la
predicación (cf. Hch 6,4) y el apacentar (cf. Jn 21,15-17; Hch20,28-31).
No
una oración cualquiera, sino la unión familiar con Cristo, donde poder
encontrar cotidianamente su mirada y escuchar la pregunta que nos dirige a
todos: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mc 3,32). Y poderle responder
serenamente: «Señor, aquí está tu madre, aquí están tus hermanos. Te los
encomiendo, son aquellos que tú me has confiado». La vida del pastor se
alimenta de esa intimidad con Cristo.
No
una predicación de doctrinas complejas, sino el anuncio gozoso de Cristo,
muerto y resucitado por nosotros. Que el estilo de nuestra misión suscite en
cuantos nos escuchan la experiencia del «por nosotros» de este anuncio: que
la Palabra dé sentido y plenitud a cada fragmento de su vida, que los
sacramentos los alimenten con ese sustento que no se pueden proporcionar a sí
mismos, que la cercanía del Pastor despierte en ellos la nostalgia del abrazo
del Padre. Estén atentos a que la grey encuentre siempre en el corazón del
Pastor esa reserva de eternidad que ansiosamente se busca en vano en las
cosas del mundo. Que encuentren siempre en sus labios el reconocimiento de su
capacidad de hacer y construir, en la libertad y la justicia, la prosperidad
de la que esta tierra es pródiga. Pero que no falte sereno valor de confesar
que es necesario buscar no «el alimento que perece, sino el que perdura para
la vida eterna» (Jn 6,27).
No
apacentarse a sí mismos, sino saber retroceder, abajarse, descentrarse, para
alimentar con Cristo a la familia de Dios. Vigilar sin descanso, elevándose
para abarcar con la mirada de Dios a la grey que sólo a él pertenece.
Elevarse hasta la altura de la Cruz de su Hijo, el único punto de vista que
abre al pastor el corazón de su rebaño.
No
mirar hacia abajo, a la propia autoreferencialidad, sino siempre hacia el
horizonte de Dios, que va más allá de lo que somos capaces de prever o
planificar. Vigilar también sobre nosotros mismos, para alejar la tentación
del narcisismo, que ciega los ojos del pastor, hace irreconocible su voz y su
gesto estéril. En las muchas posibilidades que se abren en su solicitud
pastoral, no olviden mantener indeleble el núcleo que unifica todas las
cosas: «Lo hicieron conmigo» (Mt 25,31.45).
Ciertamente
es útil al obispo tener la prudencia del líder y la astucia del
administrador, pero nos perdemos inexorablemente cuando confundimos el poder
de la fuerza con la fuerza de la impotencia, a través de la cual Dios nos ha
redimido. Es necesario que el obispo perciba lúcidamente la batalla entre la
luz y la oscuridad que se combate en este mundo. Pero, ay de nosotros si
convertimos la cruz en bandera de luchas mundanas, olvidando que la condición
de la victoria duradera es dejarse despojarse y vaciarse de sí mismo (cf. Flp 2,1-11).
No
nos resulta ajena la angustia de los primeros Once, encerrados entre cuatro paredes, asediados y consternados,
llenos del pavor de las ovejas dispersas porque el pastor ha sido abatido.
Pero sabemos que se nos ha dado un espíritu de valentía y no de timidez. Por
tanto, no es lícito dejarnos paralizar por el miedo. Sé bien que tienen
muchos desafíos, que a menudo es hostil el campo donde siembran y no son
pocas las tentaciones de encerrarse en el recinto de los temores, a lamerse
las propias heridas, llorando por un tiempo que no volverá y preparando
respuestas duras a las resistencias ya de por sí ásperas.
Y,
sin embargo, somos artífices de la cultura del encuentro. Somos sacramento
viviente del abrazo entre la riqueza divina y nuestra pobreza. Somos testigos
del abajamiento y la condescendencia de Dios, que precede en el amor incluso
nuestra primera respuesta.
El
diálogo es nuestro método, no por astuta estrategia sino por fidelidad a
Aquel que nunca se cansa de pasar una y otra vez por las plazas de los
hombres hasta la undécima hora para proponer su amorosa invitación (cf. Mt 20,1-16).
Por
tanto, la vía es el diálogo entre ustedes, diálogo en sus Presbiterios,
diálogo con los laicos, diálogo con las familias, diálogo con la sociedad. No
me cansaré de animarlos a dialogar sin miedo. Cuanto más rico sea el
patrimonio que tienen que compartir con parresía, tanto más elocuente ha de
ser la humildad con que lo tienen que ofrecer. No tengan miedo de emprender
el éxodo necesario en todo diálogo auténtico. De lo contrario no se puede
entender las razones de los demás, ni comprender plenamente que el hermano al
que llegar y rescatar, con la fuerza y la cercanía del amor, cuenta más que
las posiciones que consideramos lejanas de nuestras certezas, aunque sean
auténticas. El lenguaje duro y belicoso de la división no es propio del
Pastor, no tiene derecho de ciudadanía en su corazón y, aunque parezca por un
momento asegurar una hegemonía aparente, sólo el atractivo duradero de la
bondad y del amor es realmente convincente.
Es
preciso dejar que resuene perennemente en nuestro corazón la palabra del
Señor: «Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde
de corazón, y encontrarán descanso para sus almas» (Mt 11,28-29). El yugo de Jesús es yugo
de amor y, por tanto, garantía de descanso. A veces nos pesa la soledad de
nuestras fatigas, y estamos tan cargados del yugo que ya no nos acordamos de
haberlo recibido del Señor. Nos parece solamente nuestro y, por tanto, nos
arrastramos como bueyes cansados en el campo árido, abrumados por la
sensación de haber trabajado en vano, olvidando la plenitud del descanso
vinculado indisolublemente a Aquel que hizo la promesa.
Aprender
de Jesús; mejor aún, aprender a ser como Jesús, manso y humilde; entrar en su
mansedumbre y su humildad mediante la contemplación de su obrar. Poner
nuestras iglesias y nuestros pueblos, a menudo aplastados por la dura
pretensión del rendimiento bajo el suave yugo del Señor. Recordar que la
identidad de la Iglesia de Jesús no está garantizada por el «fuego del cielo
que consume» (cf. Lc9,54),
sino por el secreto calor del Espíritu que «sana lo que sangra, dobla lo que
es rígido, endereza lo que está torcido».
La
gran misión que el Señor nos confía, la llevamos a cabo en comunión, de modo
colegial. ¡Está ya tan desgarrado y dividido el mundo! La fragmentación es ya
de casa en todas partes. Por eso, la Iglesia, «túnica inconsútil del Señor»,
no puede dejarse dividir, fragmentar o enfrentarse. Nuestra misión episcopal
consiste en primer lugar en cimentar la unidad, cuyo contenido está
determinado por la Palabra de Dios y por el único Pan del Cielo, con el que
cada una de las Iglesias que se nos ha confiado permanece Católica, porque
está abierta y en comunión con todas las Iglesias particulares y con la de
Roma, que «preside en la caridad». Es imperativo, por tanto, cuidar dicha
unidad, custodiarla, favorecerla, testimoniarla como signo e instrumento que,
más allá de cualquier barrera, une naciones, razas, clases, generaciones.
Que
el inminente Año Santo de la Misericordia, al introducirnos en las
profundidades inagotables del corazón divino, en el que no hay división
alguna, sea para todos una ocasión privilegiada para reforzar la comunión,
perfeccionar la unidad, reconciliar las diferencias, perdonarnos unos a otros
y superar toda división, de modo que alumbre su luz como «la ciudad puesta en
lo alto de un monte» (Mt 5,14).
Este
servicio a la unidad es particularmente importante para su amada nación,
cuyos vastísimos recursos materiales y espirituales, culturales y políticos,
históricos y humanos, científicos y tecnológicos requieren responsabilidades
morales no indiferentes en un mundo abrumado y que busca con afán nuevos
equilibrios de paz, prosperidad e integración. Por tanto, una parte esencial
de su misión es ofrecer a los Estados Unidos de América la levadura humilde y
poderosa de la comunión. Que la humanidad sepa que contar con el «sacramento
de unidad» (Lumen
gentium, 1) es garantía de que su destino no es el abandono y la
disgregación.
Este
testimonio es un faro que no se puede apagar. En efecto, en la densa
oscuridad de la vida, los hombres necesitan dejarse guiar por su luz, para
tener la certidumbre del puerto al que acudir, seguros de que sus barcas no
se estrellarán en los escollos ni quedarán a merced de las olas. Así que les
animo a hacer frente a los desafíos de nuestro tiempo. En el fondo de cada
uno de ellos está siempre la vida como don y responsabilidad. El futuro de la
libertad y la dignidad de nuestra sociedad dependen del modo en que sepamos
responder a estos desafíos.
Las
víctimas inocentes del aborto, los niños que mueren de hambre o bajo las
bombas, los inmigrantes se ahogan en busca de un mañana, los ancianos o los
enfermos, de los que se quiere prescindir, las víctimas del terrorismo, de
las guerras, de la violencia y del tráfico de drogas, el medio ambiente
devastado por una relación predatoria del hombre con la naturaleza, en todo
esto está siempre en juego el don de Dios, del que somos administradores
nobles, pero no amos. No es lícito por tanto eludir dichas cuestiones o
silenciarlas. No menos importante es el anuncio del Evangelio de la familia
que, en el próximo Encuentro Mundial de las Familias en Filadelfia, tendré
ocasión de proclamar con fuerza junto a ustedes y a toda la Iglesia.
Estos
aspectos irrenunciables de la misión de la Iglesia pertenecen al núcleo de lo
que nos ha sido transmitido por el Señor. Por eso tenemos el deber de
custodiarlos y comunicarlos, aun cuando la mentalidad del tiempo se hace
impermeable y hostil a este mensaje (Evangelii gaudium, 34-39). Los animo a ofrecer este
testimonio con los medios y la creatividad del amor y la humildad de la
verdad. Esto no sólo requiere proclamas y anuncios externos, sino también
conquistar espacio en el corazón de los hombres y en la conciencia de la
sociedad.
Para
ello, es muy importante que la Iglesia en los Estados Unidos sea también un
hogar humilde que atraiga a los hombres por el encanto de la luz y el calor
del amor. Como pastores, conocemos bien la oscuridad y el frío que todavía
hay en este mundo, la soledad y el abandono de muchos –también donde abundan
los recursos comunicativos y la riqueza material–, el miedo a la vida, la
desesperación y las múltiples fugas.
Por
eso, solamente una Iglesia que sepa reunir en torno al «fuego» es capaz de
atraer. Ciertamente, no un fuego cualquiera, sino aquel que se ha encendido
en la mañana de Pascua. El Señor resucitado es el que sigue interpelando a
los Pastores de la Iglesia a través de la voz tímida de tantos hermanos:
«¿Tienen algo que comer?». Se trata de reconocer su voz, como lo hicieron los
Apóstoles a orillas del mar de Tiberíades (cf. Jn 21,4-12).
Y es todavía más decisivo conservar la certeza de que las brasas de su
presencia, encendidas en el fuego de la pasión, nos preceden y no se apagarán
nunca. Si falta esta certeza, se corre el riesgo de convertirse en guardianes
de cenizas y no custodios y en dispensadores de la verdadera luz y de ese
calor que es capaz de hacer arder el corazón (cf. Lc 24,32).
Antes
de concluir estas reflexiones, permítanme hacerles aún dos recomendaciones
que considero importantes. La primera se refiere a su paternidad episcopal.
Sean Pastores cercanos a la gente, Pastores próximos y servidores. Esta
cercanía ha de expresarse de modo especial con sus sacerdotes. Acompáñenles
para que sirvan a Cristo con un corazón indiviso, porque sólo la plenitud
llena a los ministros de Cristo. Les ruego, por tanto, que no dejen que se
contenten de medias tintas. Cuiden sus fuentes espirituales para que no
caigan en la tentación de convertirse en notarios y burócratas, sino que sean
expresión de la maternidad de la Iglesia que engendra y hace crecer a sus
hijos. Estén atentos a que no se cansen de levantarse para responder a quien
llama de noche, aun cuando ya crean tener derecho al descanso (cf. Lc11,5-8). Prepárenles para que estén dispuestos para
detenerse, abajarse, rociar bálsamo, hacerse cargo y gastarse en favor de
quien, «por casualidad», se vio despojado de todo lo que creía poseer (cf. Lc 10,29-37).
Mi
segunda recomendación se refiere a los inmigrantes. Pido disculpas si hablo
en cierto modo casi in causa propia.
La iglesia en Estados Unidos conoce como nadie las esperanzas del corazón de
los inmigrantes. Ustedes siempre han aprendido su idioma, apoyado su causa,
integrado sus aportaciones, defendido sus derechos, promovido su búsqueda de
prosperidad, mantenido encendida la llama de su fe. Incluso ahora, ninguna institución estadounidense hace
más por los inmigrantes que sus comunidades cristianas. Ahora tienen esta
larga ola de inmigración latina en muchas de sus diócesis. No sólo como Obispo
de Roma, sino también como un Pastor venido del sur, siento la necesidad de
darles las gracias y de animarles. Tal vez no sea fácil para ustedes leer su
alma; quizás sean sometidos a la prueba por su diversidad. En todo caso,
sepan que también tienen recursos que compartir. Por tanto, acójanlos sin
miedo. Ofrézcanles el calor del amor de Cristo y descifrarán el misterio
de su corazón. Estoy seguro de que, una vez más, esta gente enriquecerá a su
País y a su Iglesia. Que Dios los bendiga y la Virgen los cuide.
Texto
completo del papa Francisco en la Casa Blanca. 23 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Señor
Presidente: Le agradezco mucho la bienvenida que me ha dispensado en nombre
de todos los ciudadanos estadounidenses. Como hijo de una familia de
inmigrantes, me alegra estar en este país, que ha sido construido en gran
parte por tales familias. En estos días de encuentro y de diálogo, me gustaría
escuchar y compartir muchas de las esperanzas y sueños del pueblo
norteamericano.
Durante
mi visita, voy a tener el honor de dirigirme al Congreso, donde espero, como
un hermano de este País, transmitir palabras de aliento a los encargados de
dirigir el futuro político de la Nación en fidelidad a sus principios
fundacionales. También iré a Filadelfia con ocasión del Octavo Encuentro
Mundial de las Familias, para celebrar y apoyar a la institución del
matrimonio y de la familia en este momento crítico de la historia de nuestra
civilización.
Señor
Presidente, los católicos estadounidenses, junto con sus conciudadanos, están
comprometidos con la construcción de una sociedad verdaderamente tolerante e
incluyente, en la que se salvaguarden los derechos de las personas y las
comunidades, y se rechace toda forma de discriminación injusta. Como a muchas
otras personas de buena voluntad, les preocupa también que los esfuerzos por
construir una sociedad justa y sabiamente ordenada respeten sus más profundas
inquietudes y su derecho a la libertad religiosa. Libertad, que sigue siendo
una de las riquezas más preciadas de este País. Y, como han recordado mis
hermanos Obispos de Estados Unidos, todos estamos llamados a estar
vigilantes, como buenos ciudadanos, para preservar y defender esa libertad de
todo lo que pudiera ponerla en peligro o comprometerla.
Señor
Presidente, me complace que usted haya propuesto una iniciativa para reducir
la contaminación atmosférica. Reconociendo la urgencia, también a mí me
parece evidente que el cambio climático es un problema que no se puede dejar
a la próxima generación. Con respecto al cuidado de nuestra «casa común»,
estamos viviendo en un momento crítico de la historia. Todavía tenemos tiempo para hacer los cambios necesarios para lograr
«un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden
cambiar» (Laudato
si’, 13). Estos cambios exigen que tomemos conciencia seria y
responsablemente, no sólo del tipo de mundo que podríamos estar dejando a
nuestros hijos, sino también de los millones de personas que viven bajo un
sistema que les ha ignorado. Nuestra casa común ha formado parte de este
grupo de excluidos, que clama al cielo y afecta fuertemente a nuestros
hogares, nuestras ciudades y nuestras sociedades. Usando una frase
significativa del reverendo Martin Luther King, podríamos decir que hemos
incumplido un pagaré y ahora es el momento de saldarlo.
La
fe nos dice que «el Creador no nos abandona, nunca hizo marcha atrás en su
proyecto de amor, no se arrepiente de habernos creado. La humanidad aún posee
la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común» (Laudato si',
13). Como cristianos movidos por esta certeza, queremos comprometernos con el
cuidado consciente y responsable de nuestra casa común.
Los
esfuerzos realizados recientemente para reparar relaciones rotas y abrir
nuevas puertas a la cooperación dentro de nuestra familia humana constituyen
pasos positivos en el camino de la reconciliación, la justicia y la libertad.
Me gustaría que todos los hombres y mujeres de buena voluntad de esta gran
Nación apoyaran las iniciativas de la comunidad internacional para proteger a
los más vulnerables de nuestro mundo y para suscitar modelos integrales e
inclusivos de desarrollo, para que nuestros hermanos y hermanas en todas
partes gocen de la bendición de la paz y la prosperidad que Dios quiere para
todos sus hijos. Señor Presidente, una vez más, le agradezco su acogida, y
tengo puestas grandes esperanzas en estos días en su País. ¡Que Dios bendiga
a América!
Texto
completo de la homilía del Santo Padre en la catedral San Patricio de Nueva
York. En la celebración de las Vísperas con el clero, religiosos y religiosas
de Estados Unidos, 25 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
El
papa Francisco ha rezado las Vísperas con los sacerdotes, religiosas y
religiosos de Estados Unidos en la catedral de en Nueva York. Antes
de la homilía, el Pontífice ha dado su pésame a los musulmanes por la
tragedia en La Meca, donde murieron este jueves más de 700 personas: Dos
sentimientos tengo de hoy para con mis hermanos islámicos. Primero, mi saludo
por celebrarse hoy el Día del
Sacrificio. Hubiera querido que mi saludo fuese más
caluroso. Segundo sentimiento, es mi cercanía. Mi cercanía
ante la tragedia que su pueblo ha sufrido hoy en La Meca. En este momento de
oración, me uno y nos unimos en la plegaria a Dios, nuestro Padre
Todopoderoso y misericordioso.
A
continuación publicamos el texto completo de las palabras del Santo
Padre:
Escuchamos
al apóstol: «Alégrense, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas
diversas» (1P 1,6). Estas palabras nos recuerdan algo
esencial: tenemos que vivir nuestra vocación con alegría. Esta bella Catedral
de San Patricio, construida a lo largo de muchos años con el sacrificio de
tantos hombres y mujeres, es símbolo del trabajo de generaciones de
sacerdotes, religiosos y laicos americanos que han contribuido a la
edificación de la Iglesia en los Estados Unidos. Son muchos los sacerdotes y
consagrados de este País que, no solo en el campo de la educación, han tenido
un papel fundamental, ayudando a los padres en la labor de dar a sus hijos el
alimento que los nutre para la vida. Muchos lo hicieron a costa de grandes
sacrificios y con una caridad heroica. Pienso, por ejemplo, en santa Isabel
Ana Seton, cofundadora de la primera escuela católica gratuita para niñas en
los Estados Unidos, o en san Juan Neumann, fundador del primer sistema de
educación católica en este País.
Esta
tarde, queridos hermanos y hermanas, he venido a rezar con ustedes,
sacerdotes, consagradas, consagrados, para que nuestra vocación siga
construyendo el gran edificio del Reino de Dios en este País. Sé que ustedes, como cuerpo presbiteral,
junto con el Pueblo de Dios, recientemente han sufrido mucho a causa de la
vergüenza provocada por tantos hermanos que han herido y escandalizado a la
Iglesia en sus hijos más indefensos.
Con las palabras del Apocalipsis, les
digo que ustedes «vienen de la gran tribulación» (7,13). Los acompaño en este
momento de dolor y dificultad, así como agradezco a Dios el servicio que
realizan acompañando al Pueblo de Dios. Con el
propósito de ayudarles a seguir en el camino de la fidelidad a Jesucristo, y
me permito hacer dos breves reflexiones.
La
primera se refiere al espíritu de gratitud. La alegría de los hombres y mujeres
que aman a Dios atrae a otros; los sacerdotes y los consagrados están
llamados a descubrir y manifestar un gozo permanente por su vocación. La
alegría brota de un corazón agradecido. Verdaderamente, hemos recibido mucho,
tantas gracias, tantas bendiciones, y nos alegramos. Nos hará bien volver
sobre nuestra vida con la gracia de la memoria. Memoria de aquel primer
llamado, memoria del camino recorrido, memoria de tantas gracias recibidas y
sobre todo memoria del encuentro con Jesucristo en tantos momentos a lo largo
del camino. Memoria del asombro que produce en nuestro corazón el encuentro
con Jesucristo. Hermanas y hermanos, consagrados y sacerdotes, pedid la
gracia de la memoria para hacer crecer el espíritu de gratitud.
Preguntémonos: ¿Somos capaces de enumerar las bendiciones recibidas? ¿O me
las he olvidado?
Un
segundo aspecto es el espíritu de laboriosidad. Un corazón agradecido busca
espontáneamente servir al Señor y llevar un estilo de vida de trabajo
intenso. El recuerdo de lo mucho que Dios nos ha dado nos ayuda a entender
que la renuncia a nosotros mismos para trabajar por Él y por los demás es el
camino privilegiado para responder a su gran amor.
Sin
embargo, y para ser honestos, tenemos que reconocer con qué facilidad se
puede apagar este espíritu de generoso sacrificio personal. Esto puede suceder
de dos maneras, y las dos maneras son ejemplo de la «espiritualidad mundana»,
que nos debilita en nuestro camino de mujeres y hombres consagrados, de
servicio, y oscurece la fascinación, el estupor del primer encuentro con
Jesucristo.
Podemos
caer en la trampa de medir el valor de nuestros esfuerzos apostólicos con los
criterios de la eficiencia, de la funcionalidad y del éxito externo, que rige
el mundo de los negocios. Ciertamente, estas cosas son importantes. Se nos ha
confiado una gran responsabilidad y justamente por ello el Pueblo de Dios
espera de nosotros una correspondencia. Pero el verdadero valor de nuestro
apostolado se mide por el que tiene a los ojos de Dios. Ver y valorar las
cosas desde la perspectiva de Dios exige que volvamos constantemente al
comienzo de nuestra vocación y –no hace falta decirlo– exige una gran
humildad. La cruz nos indica una forma distinta de medir el éxito: a nosotros
nos corresponde sembrar, y Dios ve los frutos de nuestras fatigas. Si alguna
vez nos pareciera que nuestros esfuerzos y trabajos se desmoronan y no dan
fruto, tenemos que recordar que nosotros seguimos a Jesucristo, cuya vida,
humanamente hablando, acabó en un fracaso: en el fracaso de la cruz.
El
otro peligro surge cuando somos celosos de nuestro tiempo libre. Cuando
pensamos que las comodidades mundanas nos ayudarán a servir mejor. El
problema de este modo de razonar es que se puede ahogar la fuerza de la
continua llamada de Dios a la conversión, al encuentro con Él. Poco a poco,
pero de forma inexorable, disminuye nuestro espíritu de sacrificio, nuestro
espíritu de renuncia y de trabajo. Y además nos aleja de las personas que
sufren la pobreza material y se ven obligadas a hacer sacrificios más grandes
que los nuestros, sin ser consagrados.
El
descanso es necesario, así como un tiempo para el ocio y el enriquecimiento
personal, pero debemos aprender a descansar de manera que aumente nuestro
deseo de servir generosamente. La cercanía a los pobres, a los refugiados, a
los inmigrantes, a los enfermos, a los explotados, a los ancianos que sufren
la soledad, a los encarcelados y a tantos otros pobres de Dios nos enseñará
otro tipo de descanso, más cristiano y generoso.
Gratitud
y laboriosidad: estos son los dos pilares de la vida espiritual que deseaba
compartir con ustedes, sacerdotes, religiosas y religiosos, esta tarde. Les
doy las gracias por sus oraciones y su trabajo, así como por los sacrificios
cotidianos que realizan en los diversos campos de apostolado. Muchos de ellos
sólo los conoce Dios, pero dan mucho fruto a la vida de la Iglesia.
Quisiera, de modo especial, expresar
mi admiración y mi gratitud a las religiosas de los Estados Unidos. ¿Qué
sería de la Iglesia sin ustedes? Mujeres fuertes, luchadoras; con ese
espíritu de coraje que las pone en la primera línea del anuncio del
Evangelio. A ustedes, religiosas, hermanas y madres de este pueblo, quiero
decirles «gracias», un «gracias» muy grande... y decirles también que las
quiero mucho.
Sé
que muchos de ustedes están afrontando el reto que supone la adaptación a un
panorama pastoral en evolución. Al igual que San Pedro, les pido que, ante
cualquier prueba que deban enfrentar, no pierdan la paz y respondan como hizo
Cristo: dio gracias al Padre, tomó su cruz y miró hacia delante.
Queridos
hermanos y hermanas, dentro de poco, de unos minutos, cantaremos el Magníficat. Pongamos en las manos de la Virgen María la
obra que se nos ha confiado; unámonos a su acción de gracias al Señor por las
grandes cosas que ha hecho y que seguirá haciendo en nosotros y en quienes
tenemos el privilegio de servir. Que así sea.
Texto
completo del discurso del Santo Padre a los sin techo en la parroquia de San
Patricio. 24 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Queridos
amigos: La primera palabra que quiero decirles es gracias. Gracias por
recibirme y por el esfuerzo que han hecho para que este encuentro pueda realizarse.
Aquí
recuerdo a una persona que quiero, que es y ha sido muy importante a lo largo
de mi vida. Ha sido sostén y fuente de inspiración. Es a quien recurro
cuando estoy medio «apretado». Ustedes me recuerdan a san José. Sus rostros
me hablan del suyo.
En
la vida de José hubo situaciones difíciles de enfrentar. Una de ellas fue
cuando María estaba por dar a luz, por tener a Jesús. Dice la Biblia:
«Estaban en Belén, le llegó a María el tiempo de dar a luz. Y allí nació
su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo acostó en el establo,
porque no había alojamiento para ellos» (Lc 2,6-7).
La Biblia es muy clara: «No había alojamiento para ellos». Me imagino a
José, con su esposa a punto de tener a su hijo, sin un techo, sin casa, sin
alojamiento. El Hijo de Dios entró en este mundo como uno que no tiene casa.
El hijo de Dios entró como un homeless. El Hijo de Dios supo lo que es
comenzar la vida sin un techo. Imaginemos las preguntas de José en ese
momento: ¿Cómo el Hijo de Dios no tiene un techo para vivir? ¿Por qué
estamos sin hogar, por qué estamos sin un techo? Son preguntas que muchos de
ustedes pueden hacerse a diario. Y se las hacen. Al igual que José se
cuestionan: ¿Por qué estamos sin un techo, sin un hogar? A los que tenemos
techo y hogar son preguntas que nos hará bien hacernos también: ¿Por qué
estos hermanos nuestros están sin hogar, por qué estos hermanos nuestros no
tienen un techo?
Las
preguntas de José siguen presentes hoy, acompañando a todos los que a lo
largo de la historia han vivido y están sin un hogar.
José
era un hombre que se hizo preguntas pero, sobre todo, era un hombre de fe.
Fue la fe la que le permitió a José poder encontrar luz en ese momento que
parecía todo a oscuras; fue la fe la que lo sostuvo en las dificultades de
su vida. Por la fe, José supo salir adelante cuando todo parecía detenerse.
Ante
situaciones injustas, dolorosas, la fe nos aporta esa luz que disipa la
oscuridad. Al igual que a José, la fe nos abre a la presencia silenciosa de
Dios en toda vida, en toda persona, en toda situación. Él está presente en
cada uno de ustedes, en cada uno de nosotros.
Quiero ser muy claro. No hay ningún
tipo de justificación social, moral o del tipo que sea para aceptar la falta
de alojamiento. Son situaciones injustas, pero sabemos que Dios está
sufriéndolas con nosotros, está viviéndolas a nuestro lado. No nos deja
solos.
Sabemos
que Jesús no solo ha querido solidarizarse con cada persona, no solo quiso
que nadie sienta o viva la falta de su compañía, de su auxilio, de su amor.
Él mismo se ha identificado con todos aquellos que sufren, que lloran, que
padecen alguna injusticia. Él nos lo dice claramente: «Tuve hambre, y me
dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; anduve como forastero y me
dieron alojamiento» (Mt25,35).
Es
la fe la que nos hace saber que Dios está con ustedes, Dios está en medio
nuestro y su presencia nos moviliza a la caridad. Esa caridad que nace de la
llamada de un Dios que sigue golpeando nuestra puerta, la puerta de todos
para invitarnos al amor, a la compasión, a la entrega de unos por otros. Jesús
sigue golpeando nuestras puertas, nuestra vida. No lo hace mágicamente, no
lo hace con artilugios, con carteles luminosos o fuegos artificiales. Jesús
sigue golpeando nuestra puerta en el rostro del hermano, en el rostro del
vecino, en el rostro del que está a nuestro lado.
Queridos amigos, uno de los modos
más eficaces de ayuda que tenemos lo encontramos en la oración. La oración
nos une, nos hermana, nos abre el corazón y nos recuerda una verdad hermosa
que a veces olvidamos. En la oración, todos aprendemos a decir Padre, papá,
y en ella nos encontramos como hermanos. En la oración, no hay ricos y
pobres, hay hijos y hermanos. En la oración no hay personas de primera o de
segunda, hay fraternidad.
Es
en la oración donde nuestro corazón encuentra la fuerza para no volverse
insensible, frío ante las situaciones de injusticia. En la oración, Dios
nos sigue llamando y levantando a la caridad.
Qué
bien nos hace rezar juntos, qué bien nos hace encontrarnos en ese espacio
donde nos miramos como hermanos y nos reconocemos los unos necesitados del
apoyo de los otros. Hoy quiero rezar con ustedes, quiero unirme a ustedes
porque necesito su apoyo, su cercanía. Quiero invitarlos a rezar juntos, los
unos por los otros, los unos con los otros. Así podremos continuar con este
sostén que nos ayuda a vivir la alegría de saber que Jesús siempre está
en medio nuestro. Que Jesús nos ayude a solucionar las injusticias que Él
conoció primero. La de no tener casa ¿Se animan a rezar juntos?
Yo empiezo en castellano y ustedes siguen en inglés
Padre nuestro que estás en el cielo...
Antes de irme, me gustaría darles la bendición de Dios:
Que el Señor los bendiga y los proteja;
que el Señor los mire con agrado y les muestre su bondad;
que el Señor los mire con amor y les conceda su paz (Nm 6,
24-26).
Y no se olviden de rezar por mí.
Texto completo
del discurso del Papa al Congreso de Estados Unidos. 24 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Señor
Vicepresidente, Señor Presidente, Distinguidos Miembros del Congreso,
Queridos amigos:
Les
agradezco la invitación que me han hecho a que les dirija la palabra en esta
sesión conjunta del Congreso en «la tierra de los libres y en la patria de
los valientes». Me gustaría pensar que lo han hecho porque también yo soy un
hijo de este gran continente, del que todos nosotros hemos recibido tanto y
con el que tenemos una responsabilidad común.
Cada
hijo o hija de un país tiene una misión, una responsabilidad personal y
social. La de ustedes como Miembros del Congreso, por medio de la actividad
legislativa, consiste en hacer que este País crezca como Nación. Ustedes son
el rostro de su pueblo, sus representantes. Y están llamados a defender y
custodiar la dignidad de sus conciudadanos en la búsqueda constante y
exigente del bien común, pues éste es el principal desvelo de la política. La
sociedad política perdura si se plantea, como vocación, satisfacer las
necesidades comunes favoreciendo el crecimiento de todos sus miembros,
especialmente de los que están en situación de mayor vulnerabilidad o
riesgo. La actividad legislativa siempre está basada en la atención al
pueblo. A eso han sido invitados, llamados, convocados por las urnas.
Se
trata de una tarea que me recuerda la figura de Moisés en una doble
perspectiva. Por un lado, el Patriarca y legislador del Pueblo de Israel
simboliza la necesidad que tienen los pueblos de mantener la conciencia de
unidad por medio de una legislación justa. Por otra parte, la figura de
Moisés nos remite directamente a Dios y por lo tanto a la dignidad
trascendente del ser humano. Moisés nos ofrece una buena síntesis de su
labor: ustedes están invitados a proteger, por medio de la ley, la imagen y
semejanza plasmada por Dios en cada rostro.
En
esta perspectiva quisiera hoy no sólo dirigirme a ustedes, sino con ustedes y
en ustedes a todo el pueblo de los Estados Unidos. Aquí junto con sus
Representantes, quisiera tener la oportunidad de dialogar con miles de
hombres y mujeres que luchan cada día para trabajar honradamente, para llevar
el pan a su casa, para ahorrar y –poco a poco– conseguir una vida mejor para
los suyos. Que no se resignan solamente a pagar sus impuestos, sino que –con
su servicio silencioso– sostienen la convivencia. Que crean lazos de
solidaridad por medio de iniciativas espontáneas pero también a través de
organizaciones que buscan paliar el dolor de los más necesitados.
Me
gustaría dialogar con tantos abuelos que atesoran la sabiduría forjada por
los años e intentan de muchas maneras, especialmente a través del
voluntariado, compartir sus experiencias y conocimientos. Sé que son muchos
los que se jubilan pero no se retiran; siguen activos construyendo esta
tierra. Me gustaría dialogar con todos esos jóvenes que luchan por sus deseos
nobles y altos, que no se dejan atomizar por las ofertas fáciles, que saben
enfrentar situaciones difíciles, fruto muchas veces de la inmadurez de los
adultos. Con todos ustedes quisiera dialogar y me gustaría hacerlo a partir
de la memoria de su pueblo.
Mi
visita tiene lugar en un momento en que los hombres y mujeres de buena
voluntad conmemoran el aniversario de algunos ilustres norteamericanos.
Salvando los vaivenes de la historia y las ambigüedades propias de los seres
humanos, con sus muchas diferencias y límites, estos hombres y mujeres
apostaron, con trabajo, abnegación y hasta con su propia sangre, por forjar
un futuro mejor. Con su vida plasmaron valores fundantes que viven para
siempre en el alma de todo el pueblo. Un pueblo con alma puede pasar por
muchas encrucijadas, tensiones y conflictos, pero logra siempre encontrar los
recursos para salir adelante y hacerlo con dignidad. Estos hombres y mujeres
nos aportan una hermenéutica, una manera de ver y analizar la realidad. Honrar
su memoria, en medio de los conflictos, nos ayuda a recuperar, en el hoy de
cada día, nuestras reservas culturales.
Me
limito a mencionar cuatro de estos ciudadanos: Abraham Lincoln, Martin Luther
King, Dorothy Day y Thomas Merton.
Estamos
en el ciento cincuenta aniversario del asesinato del Presidente Abraham
Lincoln, el defensor de la libertad, que ha trabajado incansablemente para
que «esta Nación, por la gracia de Dios, tenga una nueva aurora de libertad».
Construir un futuro de libertad exige amor al bien común y colaboración con
un espíritu de subsidiaridad y solidaridad.
Todos
conocemos y estamos sumamente preocupados por la inquietante situación social
y política de nuestro tiempo. El mundo es cada vez más un lugar de conflictos
violentos, de odio nocivo, de sangrienta atrocidad, cometida incluso en el
nombre de Dios y de la religión. Somos conscientes de que ninguna religión es
inmune a diversas formas de aberración individual o de extremismo ideológico.
Esto nos urge a estar atentos frente a cualquier tipo de fundamentalismo de
índole religiosa o del tipo que fuere. Combatir la violencia perpetrada bajo
el nombre de una religión, una ideología, o un sistema económico y, al mismo
tiempo, proteger la libertad de las religiones, de las ideas, de las personas
requiere un delicado equilibrio en el que tenemos que trabajar. Y, por otra
parte, puede generarse una tentación a la que hemos de prestar especial
atención: el reduccionismo simplista que divide la realidad en buenos y
malos; permítanme usar la expresión: en justos y pecadores. El mundo
contemporáneo con sus heridas, que sangran en tantos hermanos nuestros,
nos convoca a afrontar todas las polarizaciones que pretenden dividirlo en
dos bandos. Sabemos que en el afán de querer liberarnos del enemigo exterior
podemos caer en la tentación de ir alimentando el enemigo interior. Copiar el
odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor manera de ocupar su
lugar. A eso este pueblo dice: No.
Nuestra
respuesta, en cambio, es de esperanza y de reconciliación, de paz y de
justicia. Se nos pide tener el coraje y usar nuestra inteligencia para
resolver las crisis geopolíticas y económicas que abundan hoy. También en el
mundo desarrollado las consecuencias de estructuras y acciones injustas
aparecen con mucha evidencia. Nuestro trabajo se centra en devolver la
esperanza, corregir las injusticias, mantener la fe en los compromisos,
promoviendo así la recuperación de las personas y de los pueblos. Ir hacia
delante juntos, en un renovado espíritu de fraternidad y solidaridad,
cooperando con entusiasmo al bien común.
El
reto que tenemos que afrontar hoy nos pide una renovación del espíritu de
colaboración que ha producido tanto bien a lo largo de la historia de los
Estados Unidos. La complejidad, la gravedad y la urgencia de tal desafío
exige poner en común los recursos y los talentos que poseemos y empeñarnos en
sostenernos mutuamente, respetando las diferencias y las convicciones de
conciencia.
En
estas tierras, las diversas comunidades religiosas han ofrecido una gran
ayuda para construir y reforzar la sociedad. Es importante, hoy como en el
pasado, que la voz de la fe, que es una voz de fraternidad y de amor, que
busca sacar lo mejor de cada persona y de cada sociedad, pueda seguir siendo
escuchada. Tal cooperación es un potente instrumento en la lucha por
erradicar las nuevas formas mundiales de esclavitud, que son fruto de grandes
injusticias que pueden ser superadas sólo con nuevas políticas y consensos
sociales.
La
política responde a la necesidad imperiosa de convivir para construir juntos
el bien común posible, el de una comunidad que resigna intereses particulares
para poder compartir, con justicia y paz, sus bienes, sus intereses, su vida
social. No subestimo la dificultad que esto conlleva, pero los aliento en
este esfuerzo.
En
esta sede quiero recordar también la marcha que, cincuenta años atrás, Martin
Luther King encabezó desde Selma a Montgomery, en la campaña por realizar el
«sueño» de plenos derechos civiles y políticos para los afro-americanos. Su
sueño sigue resonando en nuestros corazones. Me alegro de que Estados Unidos
siga siendo para muchos la tierra de los «sueños». Sueños que movilizan a la
acción, a la participación, al compromiso. Sueños que despiertan lo que de
más profundo y auténtico hay en los pueblos.
En
los últimos siglos, millones de personas han alcanzado esta tierra
persiguiendo el sueño de poder construir su propio futuro en libertad.
Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los
extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros. Les
hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes
de inmigrantes. Trágicamente, los derechos de cuantos vivieron aquí mucho
antes que nosotros no siempre fueron respetados. A estos pueblos y a sus
naciones, desde el corazón de la democracia norteamericana, deseo
reafirmarles mi más alta estima y reconocimiento. Aquellos primeros contactos
fueron bastantes convulsos y sangrientos, pero es difícil enjuiciar el pasado
con los criterios del presente. Sin embargo, cuando el extranjero nos
interpela, no podemos cometer los pecados y los errores del pasado. Debemos
elegir la posibilidad de vivir ahora en el mundo más noble y justo posible,
mientras formamos las nuevas generaciones, con una educación que no puede dar
nunca la espalda a los «vecinos», a todo lo que nos rodea. Construir una
nación nos lleva a pensarnos siempre en relación
con otros, saliendo de la lógica de enemigo para pasar a la lógica de la
recíproca subsidiaridad, dando lo mejor de nosotros. Confío que lo haremos.
Nuestro
mundo está afrontando una crisis de refugiados sin precedentes desde los
tiempos de la II Guerra Mundial. Lo que representa grandes desafíos y
decisiones difíciles de tomar. A lo que se suma, en este continente, las
miles de personas que se ven obligadas a viajar hacia el norte en búsqueda de
una vida mejor para sí y para sus seres queridos, en un anhelo de vida con
mayores oportunidades. ¿Acaso no es lo que nosotros queremos para nuestros
hijos? No debemos dejarnos intimidar por los números, más bien mirar a las
personas, sus rostros, escuchar sus historias mientras luchamos por
asegurarles nuestra mejor respuesta a su situación. Una respuesta que siempre
será humana, justa y fraterna. Cuidémonos de una tentación contemporánea:
descartar todo lo que moleste. Recordemos la regla de oro: «Hagan ustedes con
los demás como quieran que los demás hagan con ustedes» (Mt 7,12).
Esta
regla nos da un parámetro de acción bien preciso: tratemos a los demás con la
misma pasión y compasión con la que queremos ser tratados. Busquemos para los
demás las mismas posibilidades que deseamos para nosotros. Acompañemos el
crecimiento de los otros como queremos ser acompañados. En definitiva:
queremos seguridad, demos seguridad; queremos vida, demos vida; queremos
oportunidades, brindemos oportunidades. El parámetro que usemos para los
demás será el parámetro que el tiempo usará con nosotros. La regla de oro nos
recuerda la responsabilidad que tenemos de custodiar y defender la vida
humana en todas las etapas de su desarrollo.
Esta
certeza es la que me ha llevado, desde el principio de mi ministerio, a
trabajar en diferentes niveles para solicitar la abolición mundial de la pena
de muerte. Estoy convencido que este es el mejor camino, porque cada vida es
sagrada, cada persona humana está dotada de una dignidad inalienable y la
sociedad sólo puede beneficiarse en la rehabilitación de aquellos que han
cometido algún delito. Recientemente, mis hermanos Obispos aquí, en los
Estados Unidos, han renovado el llamamiento para la abolición de la pena
capital. No sólo me uno con mi apoyo, sino que animo y aliento a cuantos
están convencidos de que una pena justa y necesaria nunca debe excluir la
dimensión de la esperanza y el objetivo de la rehabilitación.
En
estos tiempos en que las cuestiones sociales son tan importantes, no puedo
dejar de nombrar a la Sierva de Dios Dorothy Day, fundadora del Movimiento del trabajador católico. Su activismo social,
su pasión por la justicia y la causa de los oprimidos estaban inspirados en
el Evangelio, en su fe y en el ejemplo de los santos.
¡Cuánto
se ha progresado, en este sentido, en tantas partes del mundo! ¡Cuánto se
viene trabajando en estos primeros años del tercer milenio para sacar a las
personas de la extrema pobreza! Sé que comparten mi convicción de que todavía
se debe hacer mucho más y que, en momentos de crisis y de dificultad
económica, no se puede perder el espíritu de solidaridad internacional. Al
mismo tiempo, quiero alentarlos a recordar cuán cercanos a nosotros son hoy
los prisioneros de la trampa de la pobreza. También a estas personas debemos
ofrecerles esperanza. La lucha contra la pobreza y el hambre ha de ser
combatida constantemente, en sus muchos frentes, especialmente en las causas
que las provocan. Sé que gran parte del pueblo norteamericano hoy, como ha
sucedido en el pasado, está haciéndole frente a este problema.
No
es necesario repetir que parte de este gran trabajo está constituido por la
creación y distribución de la riqueza. El justo uso de los recursos
naturales, la aplicación de soluciones tecnológicas y la guía del espíritu
emprendedor son parte indispensable de una economía que busca ser moderna
pero especialmente solidaria y sustentable. «La actividad empresarial, que es
una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para
todos, puede ser una manera muy fecunda de promover la región donde instala
sus emprendimientos, sobre todo si entiende que la creación de puestos de
trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común» (Laudato si’,
129). Y este bien común incluye también la tierra, tema central de la
Encíclica que he escrito recientemente para «entrar en diálogo con todos
acerca de nuestra casa común» (ibíd., 3).
«Necesitamos
una conversación que nos una a todos, porque el desafío ambiental que
vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos» (ibíd.,
14).
En Laudato si’, aliento el esfuerzo valiente y responsable
para «reorientar el rumbo» (N. 61) y para evitar las más grandes
consecuencias que surgen del degrado ambiental provocado por la actividad
humana. Estoy convencido de que podemos marcar la diferencia y no tengo
alguna duda de que los Estados Unidos –y este Congreso– están llamados a
tener un papel importante. Ahora es el tiempo de acciones valientes y de
estrategias para implementar una «cultura del cuidado» (ibíd., 231) y una «aproximación integral
para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y
simultáneamente para cuidar la naturaleza» (ibíd., 139). La libertad
humana es capaz de limitar la técnica (cf.ibíd., 112); de interpelar «nuestra inteligencia para
reconocer cómo deberíamos orientar, cultivar y limitar nuestro poder» (ibíd.,
78); de poner la técnica al «servicio de otro tipo de progreso más sano, más
humano, más social, más integral» (ibíd., 112). Sé y confío que sus excelentes instituciones
académicas y de investigación pueden hacer una contribución vital en los
próximos años.
Un
siglo atrás, al inicio de la Gran Guerra, «masacre inútil», en palabras del
Papa Benedicto XV, nace otro gran norteamericano, el monje cisterciense
Thomas Merton. Él sigue siendo fuente de inspiración espiritual y guía para
muchos. En su autobiografía escribió: «Aunque libre por naturaleza y a imagen
de Dios, con todo, y a imagen del mundo al cual había venido, también fui
prisionero de mi propia violencia y egoísmo. El mundo era trasunto del
infierno, abarrotado de hombres como yo, que le amaban y también le
aborrecían. Habían nacido para amarle y, sin embargo, vivían con temor y
ansias desesperadas y enfrentadas». Merton fue sobre todo un hombre de
oración, un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió horizontes
nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de diálogo, un
promotor de la paz entre pueblos y religiones. En tal perspectiva de diálogo,
deseo reconocer los esfuerzos que se han realizado en los últimos meses y que
ayudan a superar las históricas diferencias ligadas a dolorosos episodios del
pasado. Es mi deber construir puentes y ayudar lo más posible a que todos los
hombres y mujeres puedan hacerlo. Cuando países que han estado en conflicto
retoman el camino del diálogo, que podría haber estado interrumpido por
motivos legítimos, se abren nuevos horizontes para todos
Esto
ha requerido y requiere coraje, audacia, lo cual no significa falta de
responsabilidad. Un buen político es aquel que, teniendo en mente los
intereses de todos, toma el momento con un espíritu abierto y pragmático. Un
buen político opta siempre por generar procesos más que por ocupar espacios
(cf. Evangelii
gaudium, 222-223).
Igualmente,
ser un agente de diálogo y de paz significa estar verdaderamente determinado
a atenuar y, en último término, a acabar con los muchos conflictos armados
que afligen nuestro mundo. Y sobre esto hemos de ponernos un interrogante:
¿por qué las armas letales son vendidas a aquellos que pretenden infligir un
sufrimiento indecible sobre los individuos y la sociedad? Tristemente, la
respuesta, que todos conocemos, es simplemente por dinero; un dinero
impregnado de sangre, y muchas veces de sangre inocente. Frente al silencio
vergonzoso y cómplice, es nuestro deber afrontar el problema y acabar con el
tráfico de armas.
Tres
hijos y una hija de esta tierra, cuatro personas, cuatro sueños: Abraham
Lincoln, la libertad; Martin Luther King, una libertad que se vive en la
pluralidad y la no exclusión; Dorothy Day, la justicia social y los derechos
de las personas; y Thomas Merton, la capacidad de diálogo y la apertura a
Dios. Cuatro representantes del pueblo norteamericano.
Terminaré
mi visita a su País en Filadelfia, donde participaré en el Encuentro Mundial
de las Familias. He querido que en todo este Viaje Apostólico la familia
fuese un tema recurrente. Cuán fundamental ha sido la familia en la
construcción de este País. Y cuán digna sigue siendo de nuestro apoyo y
aliento. No puedo esconder mi preocupación por la familia, que está
amenazada, quizás como nunca, desde el interior y desde el exterior. Las
relaciones fundamentales son puestas en duda,
como el mismo fundamento del matrimonio y de la familia. No puedo más que
confirmar no sólo la importancia, sino por sobre todo, la riqueza y la
belleza de vivir en familia.
De
modo particular quisiera llamar su atención sobre aquellos componentes de la
familia que parecen ser los más vulnerables, es decir, los jóvenes. Muchos
tienen delante un futuro lleno de innumerables posibilidades, muchos otros
parecen desorientados y sin sentido, prisioneros en un laberinto de
violencia, de abuso y desesperación. Sus problemas son nuestros problemas. No
nos es posible eludirlos. Hay que afrontarlos juntos, hablar y buscar
soluciones más allá del simple tratamiento nominal de las cuestiones. Aun a
riesgo de simplificar, podríamos decir que existe una cultura tal que empuja
a muchos jóvenes a no poder formar una familia porque están privados de
oportunidades de futuro. Sin embargo, esa misma cultura concede a muchos
otros, por el contrario, tantas oportunidades, que también ellos se ven
disuadidos de formar una familia.
Una
Nación es considerada grande cuando defiende la libertad, como hizo Abraham
Lincoln; cuando genera una cultura que permita a sus hombres «soñar» con
plenitud de derechos para sus hermanos y hermanas, como intentó hacer Martin
Luther King; cuando lucha por la justicia y la causa de los oprimidos, como
hizo Dorothy Day en su incesante trabajo; siendo fruto de una fe que se hace
diálogo y siembra paz, al estilo contemplativo de Merton.
Me
he animado a esbozar algunas de las riquezas de su patrimonio cultural, del
alma de su pueblo. Me gustaría que esta alma siga tomando forma y crezca,
para que los jóvenes puedan heredar y vivir en una tierra que ha permitido a
muchos soñar. Que Dios bendiga a América.
Texto completo
de la homilía del Santo Padre en el Madison Square Garden en Nueva York. 26
de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Estamos
en el Madison Square
Garden, lugar emblemático de esta ciudad, sede de importantes
encuentros deportivos, artísticos, musicales, que logra congregar a personas
provenientes de distintas partes, y no solo de esta ciudad, sino del mundo
entero. En este lugar que representa las distintas facetas de la vida de los
ciudadanos que se congregan por intereses comunes, hemos escuchado: «El
pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» (Is 9,1). El pueblo que caminaba, el
pueblo en medio de sus actividades, de sus rutinas; el pueblo que caminaba
cargando sobre sí sus aciertos y sus equivocaciones, sus miedos y sus
oportunidades, ese pueblo ha visto una gran luz. El pueblo que caminaba con
sus alegrías y esperanzas, con sus desilusiones y amarguras, ese pueblo ha
visto una gran luz.
El
Pueblo de Dios es invitado en cada época histórica a contemplar esta luz. Luz
que quiere iluminar a las naciones. Así, lleno de júbilo, lo expresaba el
anciano Simeón. Luz que quiere llegar a cada rincón de esta ciudad, a
nuestros conciudadanos, a cada espacio de nuestra vida.
«El
pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz». Una de las
particularidades del pueblo creyente pasa por su capacidad de ver, de
contemplar en medio de sus «oscuridades» la luz que Cristo viene a traer. Ese
pueblo creyente que sabe mirar, que saber discernir, que sabe contemplar la
presencia viva de Dios en medio de su vida, en medio de su ciudad. Con el
profeta hoy podemos decir: el pueblo que camina, respira, vive entre el «smog»,
ha visto una gran luz, ha experimentado un aire de vida.
Vivir
en una ciudad es algo bastante complejo: contexto pluricultural con grandes
desafíos no fáciles de resolver. Las grandes ciudades son recuerdo de la
riqueza que esconde nuestro mundo: la diversidad de culturas, de tradiciones
e de historias. La variedad de lenguas, de vestidos, de alimentos. Las
grandes ciudades se vuelven polos que parecen presentar la pluralidad de
maneras que los seres humanos hemos encontrado de responder al sentido de la
vida en las circunstancias donde nos encontrábamos. A su vez, las grandes
ciudades esconden el rostro de tantos que parecen no tener ciudadanía o ser
ciudadanos de segunda categoría. En las grandes ciudades, bajo el ruido del
tránsito, bajo «el ritmo del cambio», quedan silenciados tantos rostros por
no tener «derecho» a ciudadanía, no tener derecho a ser parte de la ciudad
–los extranjeros, sus hijos (y no solo) que no logran la escolarización, los
privados de seguro médico, los sin techo, los ancianos solos–, quedando al
borde de nuestras calles, en nuestras veredas, en un anonimato ensordecedor.
Y se convierten en parte de un paisaje urbano que lentamente se va
naturalizando ante nuestros ojos y especialmente en nuestro corazón.
Saber
que Jesús sigue caminando en nuestras calles, mezclándose vitalmente con su
pueblo, implicándose e implicando a las personas en una única historia de
salvación, nos llena de esperanza, una esperanza que nos libera de esa fuerza
que nos empuja a aislarnos, a desentendernos de la vida de los demás, de la
vida de nuestra ciudad. Una esperanza que nos libra de «conexiones» vacías,
de los análisis abstractos o de las rutinas sensacionalistas. Una esperanza
que no tiene miedo a involucrarse actuando como fermento en los rincones donde
nos toque vivir y actuar. Una esperanza que nos invita a ver en medio del «smog»
la presencia de Dios que sigue caminando en nuestra ciudad, porque Dios
está en la ciudad. ¿Cómo es esta luz que transita nuestras calles? ¿Cómo
encontrar a Dios que vive con nosotros en medio del «smog»
de nuestras ciudades? ¿Cómo encontrarnos con Jesús vivo y actuante en el hoy
de nuestras ciudades pluriculturales?
El
profeta Isaías nos hará de guía en este «aprender a mirar». Habló de la
luz que es Jesús y ahora nos presenta a Jesús como «Consejero
maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz» (9,5-6). De
esta manera, nos introduce en la vida del Hijo para que también esa sea
nuestra vida. «Consejero maravilloso». Los Evangelios nos narran cómo muchos
van a preguntarle: «Maestro, ¿qué debemos hacer?». El primer movimiento que
Jesús genera con su respuesta es proponer, incitar, motivar. Propone siempre
a sus discípulos ir, salir. Los empuja a ir al encuentro de los otros, donde
realmente están y no donde nos gustarían que estuviesen. Vayan, una y otra
vez, vayan sin miedo, vayan sin asco, vayan y anuncien esta alegría que es
para todo el pueblo.
«Dios
fuerte». En Jesús Dios se hizo el Emmanuel,
el Dios-con-nosotros, el Dios que camina a nuestro lado, que se ha mezclado
en nuestras cosas, en nuestras casas, en nuestras «ollas», como le gustaba
decir a santa Teresa de Jesús.
«Padre
para siempre». Nada ni nadie podrá apartarnos de su Amor. Vayan y anuncien,
vayan y vivan que Dios está en medio de ustedes como un Padre misericordioso
que sale todas las mañanas y todas las tardes para ver si su hijo vuelve a
casa, y apenas lo ve venir corre a abrazarlo. Esto es lindo. Un abrazo que
busca asumir, busca purificar y elevar la dignidad de sus hijos. Padre que,
en su abrazo, es «buena noticia a los pobres, alivio de los afligidos,
libertad a los oprimidos, consuelo para los tristes» (Is 61,1).
«Príncipe
de la paz». El andar hacia los otros para compartir la buena nueva que Dios
es nuestro Padre, que camina a nuestro lado, nos libera del anonimato, de una
vida sin rostros, una vida vacía y nos introduce en la escuela del encuentro.
Nos libera de la guerra de la competencia, de la autorreferencialidad, para
abrirnos al camino de la paz. Esa paz que nace del reconocimiento del otro,
esa paz que surge en el corazón al mirar especialmente al más necesitado como
a un hermano. Dios vive en nuestras ciudades, la Iglesia vive en nuestras
ciudades y Dios y la Iglesia que viven en nuestras ciudades quieren ser
fermento en la masa, quieren mezclarse con todos, acompañando a todos,
anunciando las maravillas de Aquel que es Consejero maravilloso, Dios fuerte,
Padre para siempre, Príncipe de la paz. «El pueblo que caminaba en tinieblas
ha visto una gran luz» y nosotros, cristianos, somos testigos.
Texto completo
del discurso del Santo Padre en el colegio Nuestra Señora Reina de los
Ángeles con niños y familias inmigrantes en Nueva York. 25 de septiembre de
2015 (ZENIT.org)
Queridos
hermanos y hermanas, buenas tardes. Estoy contento de estar hoy aquí con
ustedes junto a toda esta gran familia que los acompaña. Veo a sus
maestros, educadores, padres y familiares. Gracias por recibirme y les pido
perdón especialmente a los maestros por «robarles» unos minutos de la
lección, de la clase. Están todos contentos ya sé.
Me
han contado que una de las lindas características de esta escuela y de este
trabajo es que algunos de sus alumnos, algunos de ustedes, vienen de otros
lugares, y muchos de otros países. Y eso es bueno. Aunque sé que no siempre
es fácil tener que trasladarse y encontrar una nueva casa, encontrar nuevos
vecinos, amigos; no es fácil. Pero hay que empezar. Al principio puede ser
algo cansador. Muchas veces aprender un nuevo idioma, adaptarse a una nueva
cultura, un nuevo clima. Cuántas cosas tienen que aprender. No solo las
tareas de la escuela sino tantas cosas, hasta jugar con la pelota
...
Lo
bueno es que también encontramos nuevos amigos, y esto es muy importante. Los
nuevos amigos que encontramos. Encontramos personas que nos abren puertas y
nos muestran su ternura, su amistad, su comprensión, y buscan ayudarnos para
que no nos sintamos extraños, extranjeros. Todo el trabajo de gente que nos
va ayudando para sentirnos en casa. Aunque a veces la imaginación se vuelve a
nuestra patria, pero encontramos gente buena que nos ayuda a sentirnos en casa.
Qué lindo que es poder sentir la escuela, los lugares de reunión, como una
segunda casa. Y esto no sólo es importante para ustedes, sino para sus
familias. De esta manera, la escuela se vuelve una gran familia para todos.
En donde junto a nuestras madres, padres, abuelos, educadores, maestros y
compañeros aprendemos a ayudarnos, a compartir lo bueno de cada uno, a dar lo
mejor de nosotros, a trabajar en equipo, a jugar en equipo que es tan
importante, y a perseverar en nuestras metas.
Bien
cerquita de aquí hay una calle muy importante con el nombre de una persona
que hizo mucho bien por los demás, y quiero recordarla con ustedes. Me
refiero al Pastor Martin Luther King. Un día dijo: «Tengo un sueño». Y él
soñó que muchos niños, muchas personas tuvieran igualdad de oportunidades. El
soñó que muchos niños como ustedes tuvieran acceso a la educación. Él soñó
que muchos hombres y mujeres como ustedes pudieran llevar la frente bien
alta, con la dignidad de quien puede ganarse la vida. Es hermoso tener sueños
y es hermoso poder luchar por los sueños. No se olviden.
Hoy
queremos seguir soñando y celebramos todas las oportunidades que, tanto a
ustedes como a nosotros los grandes, nos permiten no perder la esperanza en
un mundo mejor y con mayores posibilidades. Y tantas personas que he saludado
y que me han presentado, también sueñan con ustedes, sueñan con esto y por
eso se involucran en este trabajo, se involucran en la vida de ustedes para
acompañarlos en este camino, todos soñamos. Sé que uno de los sueños de sus
padres, de sus educadores, y de todos los que los ayudan, y también del
cardenal Dolan ¿eh?, que es muy bueno, es que ustedes puedan crecer y vivir
con alegría. Aquí se los ve sonrientes: sigan así, ayuden a contagiar la
alegría a todas las personas que tienen cerca. No siempre es fácil, en todas
las casas hay problemas, hay situaciones difíciles, hay enfermedades, pero no
dejen de soñar con que puedan vivir con alegría.
Todos
ustedes los que están acá, chicos y grandes, tienen derecho a soñar y me
alegra mucho que puedan encontrar sea en la escuela, sea aquí, en sus amigos,
en sus maestros, en todos los que se acercan a ayudar, ese apoyo necesario
para poder hacerlo. Donde hay sueños, donde hay alegría, ahí siempre está
Jesús. Siempre. En cambio, ¿quién es el que siembra tristeza, el que
desconfianza, el que siembra envidia, el que siembra los malos deseos? ¿cómo
se llama? ¡El diablo! El diablo. El diablo siempre siembra tristeza porque no
nos quiere alegres, no nos quiere soñando.
Donde
hay alegría está siempre Jesús porque alegría y quiere ayudarnos a que esa
alegría permanezca todos los días.
Antes
de irme quiero dejarles un homework,
¿puede ser? Es un pedido sencillo pero muy importante: no se olviden de rezar
por mí para que yo pueda compartir con muchos la alegría de Jesús. Y recemos
también para que muchos puedan disfrutar de esta alegría como la que tienen
ustedes cuando se sienten acompañados, ayudados, aconsejados, aunque haya
problemas pero está esa paz en el corazón de que Jesús nunca abandona.
Que
Dios los bendiga a todos y cada uno de ustedes y la Virgen los proteja.
Gracias
Texto completo
del discurso del Santo Padre en el Memorial en la Zona Cero. , 25 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Queridos
amigos: Distintos sentimientos, emociones, me genera estar en la Zona Cero
donde miles de vidas fueron arrebatadas en un acto insensato de destrucción.
Aquí el dolor es palpable. El agua que vemos correr hacia ese centro vacío
nos recuerda todas esas vidas que se fueron bajo el poder de aquellos que
creen que la destrucción es la única forma de solucionar los conflictos. Es
el grito silencioso de quienes sufrieron en su carne la lógica de la
violencia, del odio, de la revancha. Una lógica que lo único que puede
producir es dolor, sufrimiento, destrucción, lágrimas. El agua cayendo es
símbolo también de nuestras lágrimas. Lágrimas por las destrucciones de ayer,
que se unen a tantas destrucciones de hoy. Este es un lugar donde lloramos,
lloramos el dolor que genera sentir la impotencia frente a la injusticia,
frente al fratricidio, frente a la incapacidad de solucionar nuestras diferencias
dialogando. En este lugar lloramos la pérdida injusta y gratuita de inocentes
por no poder encontrar soluciones en pos del bien común. Es agua que nos
recuerda el llanto de ayer y el llanto de hoy.
Hace
unos minutos encontré a algunas de las familias de los primeros socorristas
caídos en servicio. En el encuentro pude constatar una vez más cómo la
destrucción nunca es impersonal, abstracta o de cosas; sino, por sobre todo,
tiene rostro e historia, es concreta, posee nombres. En los familiares, se
puede ver el rostro del dolor, un dolor que nos deja atónitos y grita al
cielo. Pero a su vez, ellos me han sabido mostrar la otra
cara de este atentado, la otra cara de su dolor: la potencia del amor y del
recuerdo. Un recuerdo que no nos deja vacíos. El nombre de tantos seres
queridos están escritos aquí en lo que eran las bases de las torres, así los
podemos ver, tocar y nunca olvidar.
Aquí,
en medio del dolor lacerante, podemos palpar la capacidad de bondad heroica
de la que es capaz también el ser humano, la fuerza oculta a la que siempre
debemos apelar. En el momento de mayor dolor, sufrimiento, ustedes fueron
testigos de los mayores actos de entrega y ayuda. Manos tendidas, vidas
entregadas. En una metrópoli que puede parecer impersonal, anónima, de
grandes soledades, fueron capaces de mostrar la potente solidaridad de la
mutua ayuda, del amor y del sacrificio personal. En ese momento no era una
cuestión de sangre, de origen, de barrio, de religión o de opción política;
era cuestión de solidaridad, de emergencia, de hermandad. Era cuestión de
humanidad. Los bomberos de Nueva York entraron en las torres que se estaban
cayendo sin prestar tanta atención a la propia vida. Muchos cayeron en
servicio y en su sacrificio permitieron la vida de tantos otros.
Este
lugar de muerte se transforma también en un lugar de vida, de vidas salvadas,
un canto que nos lleva a afirmar que la vida siempre está destinada a
triunfar sobre los profetas de la destrucción, sobre la muerte, que el bien
siempre despertará sobre el mal, que la reconciliación y la unidad vencerá
sobre el odio y la división.
Me
llena de esperanza, en este lugar de dolor y de recuerdo, la oportunidad de
asociarme a los líderes que representan las muchas tradiciones religiosas que
enriquecen la vida de esta gran ciudad. Espero que nuestra presencia aquí sea
un signo potente de nuestras ganas de compartir y reafirmar el deseo de ser
fuerzas de reconciliación, fuerzas de paz y justicia en esta comunidad y a lo
largo y ancho de nuestro mundo. En las diferencias, en las discrepancias, es
posible vivir en un mundo de paz. Frente a todo intento uniformizador es
posible y necesario reunirnos desde las diferentes lenguas, culturas,
religiones y alzar la voz a todo lo que quiera impedirlo. Juntos hoy somos
invitados a decir «no» a todo intento uniformante y «sí» a una diferencia
aceptada y reconciliada.
Para
eso necesitamos desterrar de nosotros sentimientos de odio, de venganza, de
rencor. Y sabemos que eso solo es posible como un don del cielo. Aquí, en
este lugar de la memoria, cada uno a su manera, pero juntos, les propongo
hacer un momento de silencio y oración. Pidamos al cielo el don de empeñarnos
por la causa de la paz. Paz en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestras
escuelas, en nuestras comunidades. Paz en esos lugares donde la guerra parece
no tener fin. Paz en esos rostros que lo único que han conocido ha sido el
dolor. Paz en este mundo vasto que Dios nos lo ha dado como casa de todos y
para todos. Tan solo, PAZ.
Así,
la vida de nuestros seres queridos no será una vida que quedará en el olvido,
sino que se hará presente cada vez que luchemos por ser profetas de
construcción, profetas de reconciliación, profetas de paz.
Texto completo
del santo padre Francisco ante la ONU. 25 de septiembre de 2015 (ZENIT.org).
El
papa Francisco abrió la 70 Asamblea General de las Naciones Unidas, la
cual fijará las metas de 2030 para el desarrollo sostenible. Fue parte
del viaje apostólico que inició en Cuba el 19 de este mes de septiembre y
que concluirá el domingo 28 en Filadelfia, con la Jornada Mundial
de la Familia. A continuación el texto completo que el Santo Padre expuso en
español.
Señor
Presidente, Señoras y Señores: Una vez más, siguiendo una tradición de la que
me siento honrado, el Secretario General de las Naciones Unidas ha invitado
al Papa a dirigirse a esta honorable Asamblea de las Naciones. En nombre
propio y en el de toda la comunidad católica, Señor Ban Ki-moon, quiero
expresarle el más sincero y cordial agradecimiento. Agradezco también sus
amables palabras. Saludo asimismo a los Jefes de Estado y de Gobierno aquí
presentes, a los Embajadores, diplomáticos y funcionarios políticos y
técnicos que les acompañan, al personal de las Naciones Unidas empeñado en
esta 70a Sesión de la Asamblea General, al personal de todos los programas y
agencias de la familia de la ONU, y a todos los que de un modo u otro
participan de esta reunión. Por medio de ustedes saludo también a los
ciudadanos de todas las naciones representadas en este encuentro. Gracias por
los esfuerzos de todos y de cada uno en bien de la humanidad.
Esta
es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo hicieron mis
predecesores Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995 y, mi más
reciente predecesor, hoy el Papa emérito Benedicto XVI, en 2008. Todos ellos
no ahorraron expresiones de reconocimiento para la Organización,
considerándola la respuesta jurídica y política adecuada al momento
histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las distancias y
fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a la afirmación del
poder. Una respuesta imprescindible ya que el poder tecnológico, en manos de
ideologías nacionalistas o falsamente universalistas, es capaz de producir
tremendas atrocidades. No puedo menos que asociarme al aprecio de mis
predecesores, reafirmando la importancia que la Iglesia Católica concede a
esta institución y las esperanzas que pone en sus actividades.
La
historia de la comunidad organizada de los Estados, representada por las
Naciones Unidas, que festeja en estos días su 70 aniversario, es una historia
de importantes éxitos comunes, en un período de inusitada aceleración de los
acontecimientos. Sin pretensión de exhaustividad, se puede mencionar la
codificación y el desarrollo del derecho internacional, la construcción de la
normativa internacional de derechos humanos, el perfeccionamiento del derecho
humanitario, la solución de muchos conflictos y operaciones de paz y
reconciliación, y tantos otros logros en todos los campos de la proyección
internacional del quehacer humano. Todas estas realizaciones son luces que
contrastan la oscuridad del desorden causado por las ambiciones
descontroladas y por los egoísmos colectivos. Es cierto que aún son muchos
los graves problemas no resueltos, pero es evidente que, si hubiera faltado
toda esa actividad internacional, la humanidad podría no haber sobrevivido al
uso descontrolado de sus propias potencialidades. Cada uno de estos progresos
políticos, jurídicos y técnicos son un camino de concreción del ideal de la
fraternidad humana y un medio para su mayor realización.
Rindo
por eso homenaje a todos los hombres y mujeres que han servido leal y
sacrificadamente a toda la humanidad en estos 70 años. En particular, quiero
recordar hoy a los que han dado su vida por la paz y la reconciliación de los
pueblos, desde Dag Hammarskjöld hasta los muchísimos funcionarios de todos
los niveles, fallecidos en las misiones humanitarias, de paz y de
reconciliación.
La
experiencia de estos 70 años, más allá de todo lo conseguido, muestra que la
reforma y la adaptación a los tiempos es siempre necesaria, progresando hacia
el objetivo último de conceder a todos los países, sin excepción, una
participación y una incidencia real y equitativa en las decisiones. Tal
necesidad de una mayor equidad, vale especialmente para los cuerpos con
efectiva capacidad ejecutiva, como es el caso del Consejo de Seguridad, los
organismos financieros y los grupos o mecanismos especialmente creados para
afrontar las crisis económicas. Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o
usura sobre todo con los países en vías de desarrollo. Los organismos
financieros internacionales han de velar por el desarrollo sustentable de los
países y la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos
de promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor
pobreza, exclusión y dependencia.
La
labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del Preámbulo y de
los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede ser vista como el
desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho, sabiendo que la
justicia es requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad
universal. En este contexto, cabe recordar que la limitación del poder es una
idea implícita en el concepto de derecho. Dar a cada uno lo suyo, siguiendo
la definición clásica de justicia, significa que ningún individuo o grupo
humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la
dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus
agrupaciones sociales. La distribución fáctica del poder (político,
económico, de defensa, tecnológico, etc.) entre una pluralidad de sujetos y
la creación de un sistema jurídico de regulación de las pretensiones e
intereses, concreta la limitación del poder. El panorama mundial hoy nos
presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y –a la vez– grandes sectores
indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder: el ambiente
natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos sectores
íntimamente unidos entre sí, que las relaciones políticas y económicas
preponderantes han convertido en partes frágiles de la realidad. Por eso hay
que afirmar con fuerza sus derechos, consolidando la protección del ambiente
y acabando con la exclusión.
Ante
todo, hay que afirmar que existe un verdadero «derecho del ambiente» por un
doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos parte del ambiente.
Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente comporta límites éticos
que la acción humana debe reconocer y respetar. El hombre, aun cuando está
dotado de «capacidades inéditas» que «muestran una singularidad que
trasciende el ámbito físico y biológico» (Laudato si’, 81),
es al mismo tiempo una porción de ese ambiente. Tiene un cuerpo formado por
elementos físicos, químicos y biológicos, y solo puede sobrevivir y
desarrollarse si el ambiente ecológico le es favorable. Cualquier daño al
ambiente, por tanto, es un daño a la humanidad. Segundo, porque cada una de
las creaturas, especialmente las vivientes, tiene un valor en sí misma, de
existencia, de vida, de belleza y de interdependencia con las demás
creaturas. Los cristianos, junto con las otras religiones monoteístas,
creemos que el universo proviene de una decisión de amor del Creador, que
permite al hombre servirse respetuosamente de la creación para el bien de sus
semejantes y para gloria del Creador, pero que no puede abusar de ella y
mucho menos está autorizado a destruirla. Para todas las creencias
religiosas, el ambiente es un bien fundamental (cf. ibíd., 81).
El
abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van acompañados por un
imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán egoísta e ilimitado de
poder y de bienestar material lleva tanto a abusar de los recursos materiales
disponibles como a excluir a los débiles y con menos habilidades, ya sea por
tener capacidades diferentes (discapacitados) o porque están privados de los
conocimientos e instrumentos técnicos adecuados o poseen insuficiente
capacidad de decisión política. La exclusión económica y social es una
negación total de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los
derechos humanos y al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos
atentados por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al
mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben sufrir injustamente las
consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la hoy tan
difundida e inconscientemente consolidada «cultura del descarte».
Lo
dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con sus claras
consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a tantos otros a
tomar conciencia también de mi grave responsabilidad al respecto, por lo cual
alzo mi voz, junto a la de todos aquellos que anhelan soluciones urgentes y
efectivas. La adopción de la Agenda 2030 para
el Desarrollo Sostenible en
la Cumbre mundial que iniciará hoy mismo, es una importante señal de
esperanza. Confío también que la Conferencia de
París sobre cambio climático logre
acuerdos fundamentales y eficaces.
No
bastan, sin embargo, los compromisos asumidos solemnemente, aun cuando
constituyen un paso necesario para las soluciones. La definición clásica de
justicia a que aludí anteriormente contiene como elemento esencial una
voluntad constante y perpetua: Iustitia est constans
et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. El mundo reclama
de todos los gobernantes una voluntad efectiva, práctica, constante, de pasos
concretos y medidas inmediatas, para preservar y mejorar el ambiente natural
y vencer cuanto antes el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus
tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de órganos y
tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo,
incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen
internacional organizado. Es tal la magnitud de estas situaciones y el grado
de vidas inocentes que va cobrando, que hemos de evitar toda tentación de
caer en un nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador en las
conciencias. Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente
efectivas en la lucha contra todos estos flagelos.
La
multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con instrumentos
técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble peligro: limitarse al ejercicio
burocrático de redactar largas enumeraciones de buenos propósitos –metas,
objetivos e indicadores estadísticos–, o creer que una única solución teórica
y apriorística dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder de
vista, en ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz
cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un concepto
perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento que, antes y
más allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres concretos, iguales
a los gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que muchas veces se ven
obligados a vivir miserablemente, privados de cualquier derecho.
Para
que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la pobreza extrema,
hay que permitirles ser dignos actores de su propio destino. El desarrollo
humano integral y el pleno ejercicio de la dignidad humana no pueden ser
impuestos. Deben ser edificados y desplegados por cada uno, por cada familia,
en comunión con los demás hombres y en una justa relación con todos los
círculos en los que se desarrolla la socialidad humana –amigos, comunidades,
aldeas y municipios, escuelas, empresas y sindicatos, provincias, naciones–.
Esto supone y exige el derecho a la educación –también para las niñas,
excluidas en algunas partes–, que se asegura en primer lugar respetando y
reforzando el derecho primario de las familias a educar, y el derecho de las
Iglesias y de agrupaciones sociales a sostener y colaborar con las familias
en la formación de sus hijas e hijos. La educación, así concebida, es la base
para la realización de la Agenda 2030 y para recuperar el ambiente.
Al
mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que todos
puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su dignidad y
para formar y mantener una familia, que es la célula primaria de cualquier
desarrollo social. Ese mínimo absoluto tiene en lo material tres nombres:
techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo espiritual: libertad del espíritu,
que comprende la libertad religiosa, el derecho a la educación y los otros
derechos cívicos.
Por
todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de
la nueva Agenda para el desarrollo será el acceso
efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los bienes materiales y
espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo digno y debidamente
remunerado, alimentación adecuada y agua potable; libertad religiosa, y más
en general libertad del espíritu y educación. Al mismo tiempo, estos pilares
del desarrollo humano integral tienen un fundamento común, que es el derecho
a la vida y, más en general, lo que podríamos llamar el derecho a la
existencia de la misma naturaleza humana.
La
crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la
biodiversidad, puede poner en peligro la existencia misma de la especie
humana. Las nefastas consecuencias de un irresponsable desgobierno de la
economía mundial, guiado solo por la ambición de lucro y de poder, deben ser
un llamado a una severa reflexión sobre el hombre: «El hombre no es solamente
una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es
espíritu y voluntad, pero también naturaleza» (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal de Alemania, 22 septiembre 2011; citado en Laudato si’, 6). La creación se ve perjudicada «donde
nosotros mismos somos las últimas instancias [...] El derroche de la creación
comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros,
sino que solo nos vemos a nosotros mismos» (Id., Discurso al Clero de la Diócesis de Bolzano-Bressanone, 6
agosto 2008; citado ibíd.).
Por eso, la defensa del ambiente y la lucha contra la exclusión exigen el
reconocimiento de una ley moral inscrita en la propia naturaleza humana, que
comprende la distinción natural entre hombre y mujer (cf. Laudato si’, 155), y el absoluto respeto de la vida en
todas sus etapas y dimensiones (cf. ibíd.,
123; 136).
Sin
el reconocimiento de unos límites éticos naturales insalvables y sin la
actuación inmediata de aquellos pilares del desarrollo humano integral, el
ideal de «salvar las futuras generaciones del flagelo de la guerra» (Carta de las
Naciones Unidas, Preámbulo) y de «promover el progreso social y
un más elevado nivel de vida en una más amplia libertad» (ibíd.)
corre el riesgo de convertirse en un espejismo inalcanzable o, peor aún, en
palabras vacías que sirven de excusa para cualquier abuso y corrupción, o
para promover una colonización ideológica a través de la imposición de
modelos y estilos de vida anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y,
en último término, irresponsables.
La
guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al
ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para todos, se
debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las
naciones y entre los pueblos.
Para
tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable
recurso a la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone
la Carta de las Naciones Unidas,
verdadera norma jurídica fundamental. La experiencia de los 70 años de
existencia de las Naciones Unidas, en general, y en particular la experiencia
de los primeros 15 años del tercer milenio, muestran tanto la eficacia de la
plena aplicación de las normas internacionales como la ineficacia de su
incumplimiento. Si se respeta y aplica la Carta de las
Naciones Unidas con
transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como un punto de
referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para disfrazar
intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando, en cambio, se
confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar cuando resulta
favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una verdadera caja de
Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan gravemente las poblaciones
inermes, el ambiente cultural e incluso el ambiente biológico.
El
Preámbulo y el primer artículo de la Carta de las
Naciones Unidas indican
los cimientos de la construcción jurídica internacional: la paz, la solución
pacífica de las controversias y el desarrollo de relaciones de amistad entre
las naciones. Contrasta fuertemente con estas afirmaciones, y las niega en la
práctica, la tendencia siempre presente a la proliferación de las armas,
especialmente las de destrucción masiva como pueden ser las nucleares. Una
ética y un derecho basados en la amenaza de destrucción mutua –y posiblemente
de toda la humanidad– son contradictorios y constituyen un fraude a toda la
construcción de las Naciones Unidas, que pasarían a ser «Naciones unidas por
el miedo y la desconfianza». Hay que empeñarse por un mundo sin armas
nucleares, aplicando plenamente el Tratado de no proliferación, en la letra y
en el espíritu, hacia una total prohibición de estos instrumentos.
El
reciente acuerdo sobre la cuestión nuclear en una región sensible de Asia y
Oriente Medio es una prueba de las posibilidades de la buena voluntad
política y del derecho, ejercitados con sinceridad, paciencia y constancia.
Hago votos para que este acuerdo sea duradero y eficaz y dé los frutos
deseados con la colaboración de todas las partes implicadas.
En
ese sentido, no faltan duras pruebas de las consecuencias negativas de las
intervenciones políticas y militares no coordinadas entre los miembros de la
comunidad internacional. Por eso, aun deseando no tener la necesidad de
hacerlo, no puedo dejar de reiterar mis repetidos llamamientos en relación
con la dolorosa situación de todo el Oriente Medio, del norte de África y de
otros países africanos, donde los cristianos, junto con otros grupos
culturales o étnicos e incluso junto con aquella parte de los miembros de la
religión mayoritaria que no quiere dejarse envolver por el odio y la locura,
han sido obligados a ser testigos de la destrucción de sus lugares de culto,
de su patrimonio cultural y religioso, de sus casas y haberes y han sido
puestos en la disyuntiva de huir o de pagar su adhesión al bien y a la paz
con la propia vida o con la esclavitud.
Estas
realidades deben constituir un serio llamado a un examen de conciencia de los
que están a cargo de la conducción de los asuntos internacionales. No solo en
los casos de persecución religiosa o cultural, sino en cada situación de
conflicto, como en Ucrania, en Siria, en Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en
la región de los Grandes Lagos, hay rostros concretos antes que intereses de
parte, por legítimos que sean. En las guerras y conflictos hay seres humanos
singulares, hermanos y hermanas nuestros, hombres y mujeres, jóvenes y
ancianos, niños y niñas, que lloran, sufren y mueren. Seres humanos que se
convierten en material de descarte cuando solo la actividad consiste en
enumerar problemas, estrategias y discusiones.
Como
pedía al Secretario General de las Naciones Unidas en mi carta del 9 de
agosto de 2014, «la más elemental comprensión de la dignidad humana [obliga]
a la comunidad internacional, en particular a través de las normas y los
mecanismos del derecho internacional, a hacer todo lo posible para detener y
prevenir ulteriores violencias sistemáticas contra las minorías étnicas y
religiosas» y para proteger a las poblaciones inocentes.
En
esta misma línea quisiera hacer mención a otro tipo de conflictividad no
siempre tan explicitada pero que silenciosamente viene cobrando la muerte de
millones de personas. Otra clase de guerra viven muchas de nuestras
sociedades con el fenómeno del narcotráfico. Una guerra «asumida» y
pobremente combatida. El narcotráfico por su propia dinámica va acompañado de
la trata de personas, del lavado de activos, del tráfico de armas, de la
explotación infantil y de otras formas de corrupción. Corrupción que ha
penetrado los distintos niveles de la vida social, política, militar,
artística y religiosa, generando, en muchos casos, una estructura paralela
que pone en riesgo la credibilidad de nuestras instituciones.
Comencé
esta intervención recordando las visitas de mis predecesores. Quisiera ahora
que mis palabras fueran especialmente como una continuación de las palabras
finales del discurso de Pablo VI, pronunciado hace casi exactamente 50 años,
pero de valor perenne: «Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un
momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en
nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca,
como hoy, [...] ha sido tan necesaria la conciencia moral del hombre, porque
el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados,
podrán [...] resolver muchos de los graves problemas que afligen a la
humanidad» (Discurso
a los Representantes de los Estados, 4 de octubre de 1965). Entre otras cosas, sin duda, la
genialidad humana, bien aplicada, ayudará a resolver los graves desafíos de
la degradación ecológica y de la exclusión. Continúo con Pablo VI: «El
verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más
poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas
conquistas» (ibíd.).
La
casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta
comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad
de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los
ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los
desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no
se los considera más que números de una u otra estadística. La casa común de
todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una cierta
sacralidad de la naturaleza creada.
Tal
comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que acepte la trascendencia,
renuncie a la construcción de una elite omnipotente, y comprenda que el
sentido pleno de la vida singular y colectiva se da en el servicio abnegado
de los demás y en el uso prudente y respetuoso de la creación para el bien
común. Repitiendo las palabras de Pablo VI, «el edificio de la civilización
moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no
sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo» (ibíd.).
El
gaucho Martín Fierro, un clásico de la literatura en mi tierra natal, canta:
«Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión
verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los
devoran los de afuera».
El
mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una creciente y sostenida
fragmentación social que pone en riesgo «todo fundamento de la vida social» y
por lo tanto «termina por enfrentarnos unos con otros para preservar los
propios intereses» (Laudato si’, 229).
El
tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen dinamismos
nuevos en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y positivos
acontecimientos históricos (cf. Evangelii
gaudium, 223). No podemos permitirnos postergar «algunas agendas»
para el futuro. El futuro nos pide decisiones críticas y globales de cara a
los conflictos mundiales que aumentan el número de excluidos y necesitados.
La laudable
construcción jurídica internacional de la Organización de las Naciones Unidas
y de todas sus realizaciones, perfeccionable como cualquier otra obra humana
y, al mismo tiempo, necesaria, puede ser prenda de un futuro seguro y feliz
para las generaciones futuras. Lo será si los representantes de los Estados
sabrán dejar de lado intereses sectoriales e ideologías, y buscar
sinceramente el servicio del bien común. Pido a Dios Todopoderoso que así
sea, y les aseguro mi apoyo, mi oración y el apoyo y las oraciones de todos
los fieles de la Iglesia Católica, para que esta Institución, todos sus
Estados miembros y cada uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio
eficaz a la humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa
potenciar, para el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano.
La bendición del Altísimo, la paz y la prosperidad para todos ustedes y para
todos sus pueblos. Gracias.
Texto
completo del discurso del Papa en el encuentro por la libertad religiosa. El
Santo Padre se ha reunido con la comunidad hispana y otros inmigrantes en
el Independence Mall de
Filadelfia. 26 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Queridos
amigos, buenas tardes. Uno de los momentos más destacados de mi visita es la
presencia aquí, en el Independence
Mall, el lugar de nacimiento de los Estados Unidos de América.
Aquí fueron proclamadas por primera vez las libertades que definen este País.
La Declaración de Independencia proclamó que todos los hombres y mujeres
fueron creados iguales; que están dotados por su Creador de ciertos derechos
inalienables, y que los gobiernos existen para proteger y defender esos
derechos. Esas palabras siguen resonando e inspirándonos hoy, como lo han
hecho con personas de todo el mundo, para luchar por la libertad de vivir de
acuerdo con su dignidad.
La
historia también muestra que estas y otras verdades deben ser constantemente
reafirmadas, nuevamente asimiladas y defendidas. La historia de esta Nación
es también la historia de un esfuerzo constante, que dura hasta nuestros
días, para encarnar esos elevados principios en la vida social y política.
Recordemos las grandes luchas que llevaron a la abolición de la esclavitud,
la extensión del derecho de voto, el crecimiento del movimiento obrero y el
esfuerzo gradual para eliminar todo tipo de racismo y de prejuicios contra la
llegada posterior de nuevos americanos. Esto demuestra que, cuando un país
está determinado a permanecer fiel a esos principios fundacionales, basados
en el respeto a la dignidad humana, se fortalece y renueva.
Cuando un país guarda la memoria de sus raíces, sigue creciendo, se
renueva y sigue asumiendo en su seno nuevos pueblos y nueva gente que viene a
él. Nos ayuda mucho recordar nuestro pasado. Un pueblo que tiene memoria no
repite los errores del pasado; en cambio, afronta con confianza los retos del
presente y del futuro. La memoria salva el alma de un pueblo de aquello o de
aquellos que quieren dominarlo o quieren utilizarlo para sus propios
intereses. Cuando los individuos y las comunidades ven garantizado el
ejercicio efectivo de sus derechos, no sólo son libres para realizar sus
propias capacidades, sino que también con estas capacidades, con su trabajo,
contribuyen al bienestar y al enriquecimiento de la sociedad.
En
este lugar, que es un símbolo del modelo de los Estados Unidos, me gustaría
reflexionar con ustedes sobre el derecho a la libertad religiosa. Es un
derecho fundamental que da forma a nuestro modo de interactuar social y
personalmente con nuestros vecinos, que tienen creencias religiosas distintas
a la nuestra. El ideal del dialogo interreligiosos donde todos los hombres y
mujeres de diferentes tradiciones religiosas pueden dialogar sin pelearse.
Eso lo da la libertad religiosa.
La
libertad religiosa, sin duda, comporta el derecho a adorar a Dios,
individualmente y en comunidad, de acuerdo con nuestra conciencia. Pero, por
otro lado, la libertad religiosa, por su naturaleza, trasciende los lugares
de culto y la esfera privada de los individuos y las familias. Porque el
hecho religioso, la dimensión religiosa, no es un subcultura, es parte de la
cultura de cualquier pueblo y de cualquier nación. Nuestras distintas
tradiciones religiosas sirven a la sociedad sobre todo por el mensaje que
proclaman. Ellas llaman a los individuos y a las comunidades a adorar a Dios,
fuente de la vida, de la libertad y de la felicidad. Nos recuerdan la
dimensión trascendente de la existencia humana y de nuestra libertad irreductible
frente a la pretensión de cualquier poder absoluto. Necesitamos acercarnos a
la historia, nos hace bien acercanos a la historia, especialmente a la
historia del siglo pasado, para ver las atrocidades perpetradas por los
sistemas que pretendían construir algún tipo de «paraíso terrenal», dominando
pueblos, sometiéndolos a principios aparentemente indiscutibles y negándoles
cualquier tipo de derechos. Nuestras ricas tradiciones religiosas buscan
ofrecer sentido y dirección, «tienen una fuerza motivadora que abre siempre
nuevos horizontes, estimula el pensamiento, amplía la mente y la
sensibilidad» (Evangelii gaudium, 256). Llaman a la conversión, a la
reconciliación, a la preocupación por el futuro de la sociedad, a la
abnegación en el servicio al bien común y a la compasión por los necesitados.
En el corazón de su misión espiritual está la proclamación de la verdad y la
dignidad de la persona humana y de todos los derechos humanos.
Nuestras
tradiciones religiosas nos recuerdan que, como seres humanos, estamos
llamados a reconocer a Otro, que revela nuestra identidad relacional frente a
todos los intentos por imponer «una uniformidad a la que el egoísmo de los
poderosos, el conformismo de los débiles o la ideología de la utopía quiere
imponernos» (M. de Certeau).
En
un mundo en el que diversas formas de tiranía moderna tratan de suprimir la
libertad religiosa, o de reducirla a una subcultura sin derecho a voz y voto
en la plaza pública, o de utilizar la religión como pretexto para el odio y
la brutalidad, es necesario que los fieles de las diversas religiones unan
sus voces para clamar por la paz, la tolerancia y el respeto a la dignidad y
a los derechos de los demás.
Nosotros
vivimos en un mundo sujeto a la «globalización del paradigma tecnocrático» (Laudato si',
106), que conscientemente apunta a la uniformidad unidimensional y busca
eliminar todas las diferencias y tradiciones en una búsqueda superficial de
la unidad. Las religiones tienen, pues, el derecho y el deber de dejar claro
que es posible construir una sociedad en la que «un sano pluralismo que, de
verdad respete a los diferentes y los valore como tales» (Evangelii
gaudium, 255), es un aliado valioso «en el empeño por la defensa
de la dignidad humana... y un camino de paz para nuestro mundo tan herido por
las guerras» (ibíd.,
257).
Los
cuáqueros que fundaron Filadelfia estaban inspirados por un profundo sentido
evangélico de la dignidad de cada individuo y por el ideal de una comunidad
unida por el amor fraterno. Esta convicción los llevó a fundar una colonia
que fuera un refugio para la libertad religiosa y la tolerancia. El sentido
de preocupación fraterna por la dignidad de todos, especialmente de los más
débiles y vulnerables, se convirtió en una parte esencial del espíritu
norteamericano. San Juan Pablo II, durante su visita a los Estados Unidos en
1987, rindió un conmovedor homenaje al respecto, recordando a todos los
americanos que «la prueba definitiva de su grandeza es la manera en que
tratan a todos los seres humanos, pero sobre todo a los más débiles e
indefensos» (Ceremonia
de despedida, 19 septiembre 1987).
Aprovecho
esta oportunidad para agradecer a todos los que, sea cual fuera su religión,
han tratado de servir al Dios de la paz construyendo ciudades de amor fraterno,
cuidando del prójimo necesitado, defendiendo la dignidad del don divino, del
don de la vida en todas sus etapas, defendiendo la causa de los pobres y los
inmigrantes. Con demasiada frecuencia los más necesitados, en todas partes,
no son escuchados. Ustedes son su voz, y muchos de ustedes, hombres y mujeres
religiosos, han hecho que su grito se escuche. Con este testimonio, que
frecuentemente encuentra una fuerte resistencia, recuerdan a la democracia
norteamericana los ideales que la fundaron, y que la sociedad se debilita
siempre que –y allí donde– cualquier injusticia prevalece.
Hace
un momento hablé de la tendencia a una globalización. La globalización no es
mala, al contrario, la tendencia a globalizarnos es buena, nos une. Lo que
puede ser malo es el modo de hacerlo. Si una globalización pretende igualar a
todos como si fuera una esfera, esa globalización destruye la riqueza y la
particularidad de cada persona y de cada pueblo. Si una globalización busca
unir a todos pero respetando a cada persona, a su persona, a su riqueza, a su
peculiaridad, respetando a cada pueblo, a su riqueza, a cada persona, esa
globalización es buena y nos hace crecer a todos y lleva a la paz.
Me
gusta usar un poco la geometría aquí. Si la globalización es una esfera donde
cada punto es igual, equidistante del centro, anula, no es buena. Si la
globalización une como un poliedro donde están todos unidos pero cada uno
conserva su propia identidad, es buena y hace crecer a un pueblo, y da
dignidad a todos los hombres y le otorga derecho.
Entre
nosotros hoy hay miembros de la gran población hispana de América, así como
representantes de inmigrantes recién llegados a los Estados Unidos. Gracias
por abrir la puerta. Los saludo con mucho afecto. Muchos de ustedes han
emigrado a este País con un gran costo personal, pero con la esperanza de
construir una nueva vida. No se desanimen por los retos y dificultades que
tengan que afrontar. Les pido que no olviden que, al igual que los que
llegaron aquí antes, ustedes traen muchos dones a esta nación. Por favor, no
se avergüencen nunca de sus tradiciones. No olviden las lecciones que
aprendieron de sus mayores, y que pueden enriquecer la vida de esta tierra
americana. Repito, no se avergüencen de aquello que es parte esencial de
ustedes. También están llamados a ser ciudadanos responsables, están llamados
a ser ciudadanos responsables, y a contribuir, como lo hicieron con tanta
fortaleza los que vinieron antes, a contribuir provechosamente a la vida de
las comunidades en que viven. Pienso, en particular, en la vibrante fe que
muchos de ustedes poseen, en el profundo sentido de la vida familiar y los
demás valores que han heredado. Al contribuir con sus dones, no solo
encontrarán su lugar aquí, sino que ayudarán a renovar la sociedad desde dentro.
No perder la memoria de lo que pasó aquí hace más de dos siglos. No perder la
memoria de aquella Declaración que proclamó que todos los hombres y mujeres
fueron creados iguales y que están dotados por su Creador de ciertos derechos
inalienables y que los Gobiernos existen para proteger y defender esos
derechos.
Queridos
amigos, les doy las gracias por su calurosa bienvenida y por acompañarme hoy
aquí. Conservemos la libertad, cuidemos la libertad, la libertad de
conciencia, la libertad religiosa, la libertad de cada familia, de cada
pueblo, que es la que da lugar a los derechos. Que este País, y cada uno
de ustedes, dé gracias continuamente por las muchas bendiciones y libertades
que disfrutan. Que puedan defender estos derechos, especialmente la libertad
religiosa, que Dios les ha dado. Que Él los bendiga a todos. Y por favor les
pido que recen un poquito por mí.
Texto completo
del discurso del Santo Padre en la Fiesta de las familias. En el B.
Franklin Parkway de Filadelfia, 27
de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Queridos
hermanos y hermanas, queridas familias: Gracias a quienes han dado
testimonio. Gracias a quienes nos alegraron con el arte, con la belleza,
que es el camino para llegar a Dios. La belleza nos lleva a Dios. Y un
testimonio verdadero nos lleva a Dios, porque Dios también es la verdad, es
la belleza y es la verdad, y un testimonio dado para servir es bueno, nos
hace buenos, porque Dios es bondad. Nos lleva a Dios. Todo lo bueno, todo lo
verdadero y todo lo bello nos lleva a Dios. Porque Dios es bueno, Dios es
bello, Dios es verdad. Gracias a todos, a los que nos dieron un mensaje aquí
y a la presencia de ustedes que también es un testimonio, un verdadero
testimonio de que vale la pena la vida en familia, de que una sociedad crece
fuerte, crece buena, crece hermosa y crece verdadera si se edifica sobre la
base de la familia.
Una
vez un chico me preguntó… Ustedes saben que los chicos preguntan cosas
difíciles. Me preguntó: 'Padre, ¿qué hacía Dios antes de crear el
mundo?' Les aseguro que me costó contestarle. Y le dije lo que les digo ahora
a ustedes: antes de crear el mundo, Dios amaba, porque Dios es amor. Pero era
tal el amor que tenía en sí mismo, ese amor entre el Padre y el Hijo y
el Espíritu Santo, era tan grande, tan desbordante que, esto no sé si es
muy teológico pero lo van a entender, era tan grande que no podía ser
egoísta, tenía que salir de sí mismo para tener a quien amar fuera de
sí. Y ahí Dios creó el mundo. Ahí Dios hizo esta maravilla en la
que vivimos y que, como estamos un poquito mareados, la estamos
destruyendo. Pero lo más lindo que hizo Dios, dice la Biblia, fue la
familia. Creo al hombre y a la mujer: ¡y les entrego todo, les entregó el
mundo! Crezcan, multiplíquense, cultiven la tierra, háganla producir,
háganla crecer. Todo el amor que hizo en esa creación maravillosa se la
entregó a una familia.
Volvemos
atrás un poquito. Todo el amor que Dios tiene en sí, toda la belleza que Dios
tiene en sí, toda la verdad que Dios tiene en sí la entrega a la
familia. Y una familia es realmente familia cuando es capaz de abrir los
brazos y recibir todo ese amor. Por supuesto que el paraíso terrenal no está
más acá, que la vida tiene sus problemas, que los hombres por la astucia del
demonio aprendieron a dividirse. Y todo ese amor que Dios nos dio casi se
pierde. Y al poquito tiempo el primer crimen, el primer fratricidio. Un
hermano mata a otro hermano, la guerra. El amor, la belleza y la verdad de
Dios, y la destrucción de la guerra. Y entre esas dos posiciones
caminamos nosotros hoy. Nos toca a nosotros elegir. Nos toca a nosotros decidir
el camino para andar.
Pero
volvamos atrás. Cuando el hombre y su esposa se equivocaron y se alejaron de
Dios, Dios no los dejó solos. Tanto el amor, tanto el amor, que empezó a
caminar con la humanidad. Empezó a caminar con su pueblo, hasta que
llegó el momento maduro, y le dio la muestra de amor más grande, su Hijo.
Y a su hijo ¿dónde lo mandó? ¿a un palacio, a una ciudad, a hacer una
empresa? ¡Lo mando a una familia! Dios entró al mundo en una
familia.
Y pudo
hacerlo porque esa familia era una familia que tenía el corazón abierto al
amor, que tenía las puertas abiertas al amor. Pensemos en María, jovencita.
No lo podía creer. ¿Cómo puede suceder esto? Y cuando le explicaron,
obedeció. Pensemos en José, lleno de ilusiones de formar un hogar. Se
encuentra con esta sorpresa que no entiende. Acepta.
Obedece. Y en la obediencia de amor de esta mujer María y de
este hombre José se da una familia en la que viene Dios. Dios siempre
golpea las puertas de los corazones. Le gusta hacerlo. Le sale de
adentro. Pero ¿saben qué es lo que más le gusta? Golpear las
puertas de la familias y encontrar la familias unidas, encontrar las familias
que se quieren, encontrar las familias que hacen crecer a sus hijos y los
educan y que los llevan adelante y que crean una sociedad de bondad, de
verdad y de belleza.
Estamos
en la Fiesta de las familias. La familia tiene carta de ciudadanía divina,
¿está claro? La carta de ciudadanía que tiene la familia se la dio Dios,
para que en su seno creciera cada vez más la verdad, el amor y la belleza. Claro,
alguno de ustedes me pueden decir: 'Padre, usted habla así porque es
soltero'. En las familias hay dificultades. En las familias discutimos,
en las familias a veces vuelan los platos, en las familias los hijos traen
dolores de cabeza. No voy a hablar de la suegra, pero en las familias
siempre, siempre, hay cruz. Siempre. Porque el amor de Dios, el Hijo de Dios,
nos abrió también ese camino. Pero en las familias también, después de
la cruz hay resurrección. Porque el Hijo de Dios nos abrió ese camino. Por
eso, la familia es, perdónenme la palabra, es una fábrica de esperanza,
de esperanza de vida y resurrección. Dios fue el que abrió ese camino.
Y
los hijos. Los hijos dan trabajo. Nosotros como hijos dimos
trabajo. A veces, en casa veo algunos de mis colaboradores que vienen a
trabajar con ojeras. Tienen un bebé de un mes, dos meses, y
les pregunto: '¿No dormiste?' 'Eh no, lloró toda la noche'. En la
familia hay dificultades, pero esas dificultades se superan con amor. El odio
no supera ninguna dificultad. La división de los corazones no supera ninguna
dificultad, solamente el amor es capaz de superar la dificultad. El amor es
fiesta, el amor es gozo, el amor es seguir adelante.
Y no
quiero seguir hablando, porque se hace demasiado largo. Pero quisiera
marcar dos puntitos de la familia en los que quisiera que se tuviera un
especial cuidado. No solo quisiera, tenemos que tener un especial
cuidado: los niños y los abuelos. Los niños y los jóvenes son el futuro,
son la fuerza, los que llevan adelante. Son aquellos en los
que ponemos esperanzas. Los abuelos son la memoria de la familia, son
los que nos dieron la fe, nos transmitieron la fe. Cuidar a los abuelos y
cuidar a los niños es la muestra de amor, no se si más grande, pero yo diría
más promisoria de la familia, porque promete el futuro. Un pueblo que no sabe
cuidar a los niños y un pueblo que no sabe cuidar a los abuelos es un pueblo
sin futuro, porque no tiene la fuerza y no tiene la memoria que lo lleve
adelante. Y bueno... La familia es bella, pero cuesta. Trae
problemas. En la familia a veces hay enemistades. El marido se pelea con
la mujer o se miran mal, o los hijos con el padre… Les sugiero un
consejo: nunca terminen el día sin hacer la paz en la familia. En una
familia no se puede terminar el día en guerra. Que Dios los bendiga, que Dios
les de fuerzas, que Dios los anime a seguir adelante. Cuidemos la familia,
defendemos la familia, porque ahí, ahí se juega nuestro futuro. Gracias, que
Dios los bendiga, y recen por mí, por favor.
Texto completo de la homilía del Papa
en la Basílica de Filadelfia con obispos, clero, religiosos y religiosas de
Pensilvania. 26 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Esta
mañana he aprendido algo sobre la historia de esta hermosa Catedral: la
historia que hay detrás de sus altos muros y ventanas. Me gusta pensar, sin
embargo, que la historia de la Iglesia en esta ciudad y en este Estado es
realmente una historia que no trata solo de la construcción de muros, sino
también de derribarlos. Es una historia que nos habla de generaciones y
generaciones de católicos comprometidos que han salido a las periferias y
construido comunidades para el culto, la educación, la caridad y el servicio
a la sociedad en general.
Esa
historia se ve en los muchos santuarios que salpican esta ciudad y las
numerosas iglesias parroquiales cuyas torres y campanarios hablan de la
presencia de Dios en medio de nuestras comunidades. Se ve en el esfuerzo de
todos aquellos sacerdotes, religiosos y laicos que, con dedicación, durante
más de dos siglos, han atendido a las necesidades espirituales de los
pobres, los inmigrantes, los enfermos y los encarcelados. Y se ve en los
cientos de escuelas en las que hermanos y hermanas religiosas han enseñado a
los niños a leer y a escribir, a amar a Dios y al prójimo y a contribuir
como buenos ciudadanos a la vida de la sociedad estadounidense. Todo esto es
un gran legado que ustedes han recibido y que están llamados a enriquecer y
transmitir.
La mayoría
de ustedes conocen la historia de santa Catalina Drexel, una de las grandes
santas que esta Iglesia local ha dado. Cuando le habló al Papa León XIII de
las necesidades de las misiones, el Papa –era un Papa muy sabio– le preguntó
intencionadamente: «¿Y tú?, ¿qué vas a hacer?». Esas palabras cambiaron la
vida de Catalina, porque le recordaron que al final todo cristiano, hombre o
mujer, en virtud del bautismo, ha recibido una misión. Cada uno de nosotros
tiene que responder lo mejor que pueda al llamado del Señor para edificar su
Cuerpo, la Iglesia. «¿Y tú?». Me gustaría hacer hincapié en dos aspectos
de estas palabras en el contexto de nuestra misión particular para
transmitir la alegría del Evangelio y edificar la Iglesia, ya sea como
sacerdotes, diáconos o miembros de institutos de vida consagrada.
En
primer lugar, aquellas palabras –«¿Y tú?»– fueron dirigidas a una persona
joven, a una mujer joven con altos ideales, y cambiaron su vida. Le hicieron
pensar en el inmenso trabajo que había que hacer y la llevaron a darse
cuenta de que estaba siendo llamada a hacer algo al respecto. ¡Cuántos
jóvenes en nuestras parroquias y escuelas tienen los mismos altos ideales,
generosidad de espíritu y amor por Cristo y la Iglesia! ¿Los desafiamos?
¿Les damos espacio y les ayudamos a que realicen su cometido? ¿Encontramos el
modo de compartir su entusiasmo y sus dones con nuestras comunidades, sobre
todo en la práctica de las obras de misericordia y en la preocupación por
los demás? ¿Compartimos nuestra propia alegría y entusiasmo en el servicio
al Señor?
Uno
de los grandes desafíos de la Iglesia en este momento es fomentar en todos
los fieles el sentido de la responsabilidad personal en la misión de la
Iglesia, y capacitarlos para que puedan cumplir con tal responsabilidad como
discípulos misioneros, como fermento del Evangelio en nuestro mundo. Esto
requiere creatividad para adaptarse a los cambios de las situaciones,
transmitiendo el legado del pasado, no solo a través del mantenimiento de
las estructuras e instituciones, que son útiles, sino sobre todo abriéndose
a las posibilidades que el Espíritu nos descubre y mediante la comunicación
de la alegría del Evangelio, todos los días y en todas las etapas de
nuestra vida.
«¿Y
tú?». Es significativo que esas palabras del anciano Papa fueran dirigidas a
una mujer laica. Sabemos que el futuro de la Iglesia, en una sociedad que
cambia rápidamente, reclama ya desde ahora una participación de los laicos
mucho más activa. La Iglesia en los Estados Unidos ha dedicado siempre un
gran esfuerzo a la catequesis y a la educación. Nuestro reto hoy es
construir sobre esos cimientos sólidos y fomentar un sentido de
colaboración y de responsabilidad compartida en la planificación del futuro
de nuestras parroquias e instituciones. Esto no significa renunciar a la
autoridad espiritual que se nos ha confiado; más bien, significa discernir y
emplear sabiamente los múltiples dones que el Espíritu derrama sobre la
Iglesia. De manera particular, significa valorar la inmensa contribución que
las mujeres, laicas y religiosas, han hecho y siguen haciendo a la vida de
nuestras comunidades.
Queridos
hermanos y hermanas, les doy las gracias por la forma en que cada uno de
ustedes ha respondido a la pregunta de Jesús que inspiró su propia
vocación: « ¿Y tú?». Los animo a que renueven la alegría de ese primer
encuentro con Jesús y a sacar de esa alegría renovada fidelidad y fuerza.
Espero con ilusión compartir con ustedes estos días y les pido que lleven
mi saludo afectuoso a los que no pudieron estar con nosotros, especialmente a
los numerosos sacerdotes y religiosos ancianos que se unen espiritualmente. Durante
estos días del Encuentro Mundial de las Familias, les pediría de modo
especial que reflexionen sobre nuestro servicio a las familias, a las parejas
que se preparan para el matrimonio y a nuestros jóvenes. Sé lo mucho que se
está́ haciendo en sus iglesias particulares para responder a las necesidades
de las familias y apoyarlas en su camino de fe. Les pido que oren
fervientemente por ellas, así́ como por las deliberaciones del próximo
Sínodo sobre la Familia.
Con
gratitud por todo lo que hemos recibido, y con segura confianza en medio de
nuestras necesidades, dirijámonos a María, nuestra Madre Santísima. Que
con su amor de madre interceda por la Iglesia en América, para que siga
creciendo en el testimonio profético del poder que tiene la cruz de su Hijo
para traer alegría, esperanza y fuerza a nuestro mundo. Rezo por cada uno de
ustedes, y les pido que, por favor, lo hagan por mí.
Discurso
del Papa al comité organizador, los voluntarios y los benefactores del
Encuentro Mundial de las Familias. 28 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
El
papa Francisco dirigió este domingo por la tarde su último discurso en
Estados Unidos ante el comité organizador, los voluntarios y los benefactores
del Encuentro Mundial de las Familias 2015. A continuación publicamos el
texto completo de su despedida en el aeropuerto de Filadelfia: Sr.
Vicepresidente, Distinguidas Autoridades, Hermanos Obispos, Queridos amigos: Los
días que he pasado con ustedes se me han hecho cortos. Pero han sido para mí
días de mucha gracia y pido al Señor que también lo hayan sido para ustedes.
Quiero que sepan que, ahora que me preparo para partir, lo hago con el
corazón lleno de gratitud y esperanza.
Estoy
muy agradecido a todos ustedes y también a todos los que se han empleado a
fondo para hacer posible mi visita y preparar el Encuentro Mundial de las
Familias. De manera particular, doy las gracias a la Arquidiócesis de
Filadelfia, a las Autoridades Civiles, a los organizadores y a los muchos
voluntarios y bienhechores que han colaborado de una u otra manera.
Gracias
también a las familias que han compartido su testimonio durante el Encuentro.
¡No es nada fácil hablar abiertamente de la propia vida! Sin embargo, su
sinceridad y humildad ante el Señor y ante cada uno de nosotros nos han hecho
ver la belleza de la vida familiar en toda su riqueza y variedad. Pido al
Señor que estos días de oración y reflexión sobre la importancia de la
familia para una sociedad sana, animará a las familias a seguir esforzándose
en el camino de la santidad y a ver a la Iglesia como su segura compañera de
camino, independientemente de los desafíos que tengan que afrontar.
Al
finalizar mi visita, quisiera también agradecer a todos los que han
colaborado en la preparación de mi permanencia en las Arquidiócesis de
Washington y Nueva York. Para mí fue especialmente emotiva la canonización de
san Junípero Serra, que nos recuerda a todos nuestro llamado a ser discípulos
misioneros. También lo fue la visita, junto a mis hermanos y hermanas de
otras religiones, a la Zona Cero, lugar que nos habla con fuerza del misterio
del mal. Sin embargo, tenemos la certeza de que el mal no tiene nunca la
última palabra y de que, en el plan misericordioso de Dios, el amor y la paz
triunfarán sobre todo.
Señor
Vicepresidente, le pido que reitere al Presidente Obama y a los miembros del
Congreso mi gratitud, junto con la seguridad de mis oraciones por el pueblo
estadounidense. Esta tierra ha sido bendecida con grandes dones y
oportunidades. Ruego al Señor para que ustedes sean administradores buenos y
generosos de los recursos humanos y materiales que les han sido confiados.
Doy
gracias al Señor porque me ha concedido ser testigo de la fe del Pueblo de
Dios en este País, como ha quedado manifestado en nuestros momentos
comunitarios de oración y se puede ver en tantas obras de caridad. Dice Jesús
en las Escrituras: «En verdad les digo que cada vez que lo hicieron con uno
de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron» (Mt 24,40). Sus atenciones conmigo y su
generosa acogida son signo de su amor y fidelidad a Jesús. Lo son también sus
atenciones para con los pobres, los enfermos, los sin techo y los
inmigrantes, su defensa de la vida en todas sus etapas y su preocupación por
la familia. En todos estos casos se ve que Jesús está en medio de ustedes y
que el cuidado de los unos por los otros es el cuidado con que tratan al
mismo Jesús.
Ahora
que los dejo, les pido a todos, especialmente a los voluntarios y
bienhechores que han asistido al Encuentro Mundial de las Familias: No dejen
que su entusiasmo por Jesús, por la Iglesia, por nuestras familias y por la
familia más amplia de la sociedad se apague. Quiera Dios que estos días que
hemos compartido produzcan frutos abundantes y permanentes; que la
generosidad y el cuidado por los demás perduren. Y ya que nosotros hemos
recibido mucho de Dios –dones concedidos gratuitamente, y no por nuestros
méritos–, que también nosotros seamos capaces de dar gratuitamente a los
demás.
Queridos
amigos, los saludo a todos en el Señor y los encomiendo al cuidado maternal
de María Inmaculada, Patrona de los Estados Unidos. Los tendré presentes en
mis oraciones a ustedes y a sus familias, y les pido, por favor, que recen
por mí. Que Dios los bendiga. ¡Que Dios bendiga a América!
Texto completo
de la homilía del Papa en la misa de clausura del Encuentro Mundial de las
Familias. 27 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Hoy
la Palabra de Dios nos sorprende con un lenguaje alegórico fuerte que nos
hace pensar. Un lenguaje alegórico que nos desafía pero también estimula
nuestro entusiasmo.
En la
primera lectura, Josué dice a Moisés que dos miembros del pueblo están
profetizando, proclamando la Palabra de Dios sin un mandato. En el Evangelio,
Juan dice a Jesús que los discípulos le han impedido a un hombre sacar
espíritus inmundos en su nombre. Y aquí viene la sorpresa: Moisés y Jesús
reprenden a estos colaboradores por ser tan estrechos de mente. ¡Ojalá fueran
todos profetas de la Palabra de Dios! ¡Ojalá que cada uno pudiera obrar
milagros en el nombre del Señor.
Jesús
encuentra, en cambio, hostilidad en la gente que no había aceptado cuanto
dijo e hizo. Para ellos, la apertura de Jesús a la fe honesta y sincera de
muchas personas que no formaban parte del pueblo elegido de Dios, les parecía
intolerable. Los discípulos, por su parte, actuaron de buena fe, pero la
tentación de ser escandalizados por la libertad de Dios que hace llover sobre
«justos e injustos» (Mt 5,45), saltándose la burocracia, el oficialismo y los
círculos íntimos, amenaza la autenticidad de la fe y, por tanto, tiene que
ser vigorosamente rechazada.
Cuando
nos damos cuenta de esto, podemos entender por qué las palabras de Jesús
sobre el escándalo son tan duras. Para Jesús, el escándalo intolerable es
todo lo que destruye y corrompe nuestra confianza en este modo de actuar del
Espíritu.
Nuestro
Padre no se deja ganar en generosidad y siembra. Siembra su presencia en
nuestro mundo, ya que «el amor no consiste en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que Él nos amó
primero» (1Jn 4,10).
Amor que nos da una certeza honda: somos buscados por Él, somos esperados por
Él. Esa confianza es la que lleva al discípulo a estimular, acompañar y hacer
crecer todas las buenas iniciativas que existen a su alrededor. Dios quiere
que todos sus hijos participen de la fiesta del Evangelio. No impidan todo lo
bueno, dice Jesús, por el contrario, ayúdenlo a crecer. Poner en duda la obra
del Espíritu, dar la impresión que la misma no tiene nada que ver con
aquellos que «no son parte de nuestro grupo», que no son «como nosotros», es
una tentación peligrosa. No bloquea solamente la conversión a la fe, sino
constituye una perversión de la fe.
La
fe abre la «ventana» a la presencia actuante del Espíritu y nos muestra que,
como la felicidad, la santidad está siempre ligada a los pequeños gestos. «El
que les dé a beber un vaso de agua en mi nombre –dice Jesús– no se quedará
sin recompensa» (Mc 9,41).
Son gestos mínimos que uno aprende en el hogar; gestos de familia que se
pierden en el anonimato de la cotidianidad pero que hacen diferente cada
jornada. Son gestos de madre, de abuela, de padre, de abuelo, de hijo, de
hermanos. Son gestos de ternura, de cariño, de compasión. Son gestos del
plato caliente de quien espera a cenar, del desayuno temprano del que sabe
acompañar a madrugar. Son gestos de hogar. Es la bendición antes de dormir y
el abrazo al regresar de una larga jornada de trabajo. El amor se manifiesta
en pequeñas cosas, en la atención mínima a lo cotidiano que hace que la vida
tenga siempre sabor a hogar. La fe crece con la práctica y es plasmada por el
amor. Por eso, nuestras familias, nuestros hogares, son verdaderas Iglesias
domésticas. Es el lugar propio donde la fe se hace vida y la vida crece en la
fe.
Jesús
nos invita a no impedir esos pequeños gestos milagrosos, por el contrario,
quiere que los provoquemos, que los hagamos crecer, que acompañemos la vida
como se nos presenta, ayudando a despertar todos los pequeños gestos de amor,
signos de su presencia viva y actuante en nuestro mundo.
Esta
actitud a la que somos invitados nos lleva a preguntarnos hoy aquí, en el
final de esta fiesta: ¿Cómo estamos trabajando para vivir esta lógica en
nuestros hogares, en nuestras sociedades? ¿Qué tipo de mundo queremos dejarle
a nuestros hijos? (cf. Laudato si’, 160).
Pregunta que no podemos responder sólo nosotros. Es el Espíritu el que nos
invita y desafía a responderla con la gran familia humana. Nuestra casa común
no tolera más divisiones estériles. El desafío urgente de proteger nuestra
casa incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda
de un desarrollo sostenible e integral, porque sabemos que las cosas pueden
cambiar (cf. ibid.,
13). Que nuestros hijos encuentren en nosotros referentes de comunión, no de
división. Que nuestros hijos encuentren en nosotros hombres y mujeres capaces
de unirse a los demás para hacer germinar todo lo bueno que el Padre
sembró.
De
manera directa, pero con afecto, Jesús dice: «Si ustedes, pues, que son
malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo
dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13) Cuánta sabiduría hay en estas
palabras. Es verdad que en cuanto a bondad y pureza de corazón nosotros,
seres humanos, no tenemos mucho de qué vanagloriarnos. Pero Jesús sabe que,
en lo que se refiere a los niños, somos capaces de una generosidad infinita.
Por eso nos alienta: si tenemos fe, el Padre nos dará su
Espíritu.
Nosotros
los cristianos, discípulos del Señor, pedimos a las familias del mundo que
nos ayuden. Somos muchos los que participamos en esta celebración y esto es
ya en sí mismo algo profético, una especie de milagro en el mundo de hoy que
está cansado de inventar nuevas divisiones, nuevos quebrantos, nuestros
desastres. Ojalá todos fuéramos profetas. Ojalá cada uno de nosotros se
abriera a los milagros del amor para el bien de su propia familia todas las
familias del mundo, y estoy hablando de milagro de amor y poder así superar
el escándalo de un amor mezquino y desconfiado, encerrado en sí mismo e
impaciente con los demás.
Les
dejo como pregunta para que cada uno responsa, porque dije la palabra
impaciente. En mi casa ¿se grita? ¿o se habla con amor y ternura? Es
una buena manera de medir nuestro amor.
Qué
bonito sería si en todas partes, y también más allá de nuestras fronteras,
pudiéramos alentar y valorar esta profecía y este milagro. Renovemos nuestra
fe en la palabra del Señor que invita a nuestras familias a esa apertura; que
invita a todos a participar de la profecía de la alianza entre un hombre y
una mujer, que genera vida y revela a Dios que nos ayude a participar de la
profecía de la paz, de la ternura y del cariño familiar. Que nos ayude a
participar del gesto profético de cuidar con ternura, con paciencia y con
amor a nuestros niños y a nuestros abuelos.
Todo
el que quiera traer a este mundo una familia, que enseñe a los niños a
alegrarse por cada acción que tenga como propósito vencer al mal –una familia
que muestra que el Espíritu está vivo y actuante– encontrará gratitud y
estima, no importando el pueblo, la región o la religión a la que pertenezca.
Que Dios nos conceda a todos ser profetas del gozo del Evangelio, del
Evangelio de la familia, del amor de la familia. Ser profetas como discípulos
del Señor y nos conceda la gracia de ser dignos de esta pureza de corazón que
no se escandaliza del Evangelio. Que así sea.
Texto completo
del papa Francisco con los obispos en el seminario San Carlos Borromeo. 27 de
septiembre de 2015 (ZENIT.org)
“Hermanos
Obispos: Me alegro de tener la oportunidad de compartir con ustedes este
momento de reflexión pastoral en el contexto gozoso y festivo del Encuentro
Mundial de las Familias. Hablo en castellano porque me dijeron que todos
ustedes hablan castellano.
En efecto, la familia no es para la Iglesia principalmente una fuente de preocupación, sino la confirmación de la bendición de Dios a la obra maestra de la creación. Cada día, en todos los ángulos del planeta, la Iglesia tiene razones para alegrarse con el Señor por el don de ese pueblo numeroso de familias que, incluso en las pruebas más duras, mantiene las promesas y conserva la fe.
Pienso
que el primer impulso pastoral que este difícil período de transición nos
pide es avanzar con decisión en la línea de este reconocimiento. El aprecio y
la gratitud han de prevalecer sobre el lamento, a pesar de todos los
obstáculos que tenemos que enfrentar. La familia es el lugar fundamental de
la alianza de la Iglesia con la creación de Dios. Sin la familia, tampoco la
Iglesia existiría: no podría ser lo que debe ser, es decir, signo e
instrumento de la unidad del género humano (cf. Lumen gentium, 1).
Naturalmente,
nuestro modo de comprender, modelado por la integración entre la forma
eclesial de la fe y la experiencia conyugal de la gracia, bendecida por el
matrimonio, no nos debe llevar a olvidar la transformación del contexto histórico,
que incide en la cultural social –y lamentablemente también jurídica– de los
vínculos familiares, y que nos involucra a todos, seamos creyentes o no
creyentes. El cristiano no es un 'ser inmune' a los cambios de su tiempo y en
este mundo concreto, con sus múltiples problemáticas y posibilidades, es
donde debe vivir, creer y anunciar.
Hasta
hace poco, vivíamos en un contexto social donde la afinidad entre la
institución civil y el sacramento cristiano era fuerte y compartida,
coincidían sustancialmente y se sostenían mutuamente. Ya no es así. Si
tuviera que describir la situación actual tomaría dos imágenes propias de
nuestras sociedades. Por un lado, los conocidos almacenes, pequeños negocios
de nuestros barrios y, por otro, los grandes supermercados o shopping.
Algún
tiempo atrás uno podía encontrar en un mismo comercio o almacén todas las
cosas necesarias para la vida personal y familiar –es cierto que pobremente
expuesto, con pocos productos y, por lo tanto, con escasa posibilidad de elección–.
Había un vínculo personal entre el dueño del negocio y los vecinos
compradores. Se vendía fiado, es decir, había confianza, conocimiento,
vecindad. Uno se fiaba del otro. Se animaba a confiar. En muchos lugares se
lo conocía como «el almacén del barrio».
En
estas últimas décadas se ha desarrollado y ampliado otro tipo de negocios:
los shopping center. Grandes superficies con un gran número de opciones y
oportunidades. El mundo parece que se ha convertido en un gran shopping,
donde la cultura ha adquirido una dinámica competitiva. Ya no se vende fiado,
ya no se puede fiar de los demás. No hay un vínculo personal, una relación de
vecindad. La cultura actual parece estimular a las personas a entrar en la
dinámica de no ligarse a nada ni a nadie. No fiar ni fiarse. Porque lo más
importante de hoy parece que es ir detrás de la última tendencia o actividad.
Inclusive a nivel religioso. Lo importante hoy lo determina el consumo.
Consumir relaciones, consumir amistades, consumir religiones, consumir, consumir...
No importa el costo ni las consecuencias. Un consumo que no genera vínculos,
un consumo que va más allá de las relaciones humanas. Los vínculos son un
mero 'trámite' en la satisfacción de 'mis necesidades'. Lo importante deja de
ser el prójimo, con su rostro, con su historia, con sus afectos.
Esta
conducta genera una cultura que descarta todo aquello que ya «no sirve» o «no
satisface» los gustos del consumidor. Hemos hecho de nuestra sociedad una
vidriera pluricultural amplísima, ligada solamente a los gustos de algunos
'consumidores' y, por otra parte, son muchos –¡tantos!– los otros, los que
solo «comen las migajas que caen de la mesa de sus amos» (Mt 15,27).
Esto
genera una herida grande. Me animo a decir que una de las principales
pobrezas o raíces de tantas situaciones contemporáneas está en la soledad
radical a la que se ven sometidas tantas personas. Corriendo detrás de un
like, corriendo detrás de aumentar el número de followers en cualquiera de
las redes sociales, así van –vamos– los seres humanos en la propuesta que
ofrece esta sociedad contemporánea. Una soledad con miedo al compromiso en
una búsqueda desenfrenada por sentirse reconocido.
¿Debemos
condenar a nuestros jóvenes por haber crecido en esta sociedad? ¿Debemos
anatematizarlos por vivir en este mundo? ¿Deben ellos escuchar de sus
pastores frases como: 'Todo pasado fue mejor', 'El mundo es un desastre ¿y si
esto sigue así, no sabemos a dónde vamos a parar?'. 'Esto me suena a un tango
argentino. No, no creo que este sea el camino.
Nosotros,
pastores tras las huellas del Pastor, estamos invitados a buscar, acompañar,
levantar, curar las heridas de nuestro tiempo. Mirar la realidad con los ojos
de aquel que se sabe interpelado al movimiento, a la conversión pastoral. El
mundo hoy nos pide y reclama esta conversión. 'Es vital que hoy la Iglesia
salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las
ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es
para todo el pueblo, no puede excluir a nadie» (Evangelii gaudium, 23).
El
Evangelio no es un producto para consumir, no entra en esta cultura del
consumismo.
Nos
equivocaríamos si pensáramos que esta «cultura» del mundo actual sólo tiene
aversión al matrimonio y a la familia, en términos de puro y simple egoísmo.
¿Acaso todos los jóvenes de nuestra época se han vuelto irremediablemente
tímidos, débiles, inconsistentes? No caigamos en la trampa. Muchos jóvenes,
en medio de esta cultura disuasiva, han interiorizado una especie de miedo
inconsciente, y tienen miedo, es un miedo inconsciente y no siguen los
impulsos más hermosos, más altos y también más necesarios. Hay muchos que
retrasan el matrimonio en espera de unas condiciones de bienestar ideales.
Mientras tanto la vida se consume sin sabor. Porque la sabiduría del
verdadero sabor de la vida llega con el tiempo, fruto de una generosa
inversión de pasión, de inteligencia y de entusiasmo.
En
el Congreso (de Estados Unidos ndr) hace pocos días atrás decía que estamos
viviendo una cultura que empuja y convence a los jóvenes a no fundar una
familia. Unos por falta de medios materiales y otros porque tienen tantos
medios que están muy bien así. Y esta es la tentación: no fundar una familia.
Como
pastores, los obispos estamos llamados a aunar fuerzas y relanzar el entusiasmo
para que se formen familias que, de acuerdo con su vocación, correspondan más
plenamente a la bendición de Dios. Tenemos que emplear nuestras energías, no
tanto en explicar una y otra vez los defectos de la época actual y los
méritos del cristianismo, sino en invitar con franqueza a los jóvenes a que
sean audaces y elijan el matrimonio y la familia.
En Buenos Aires
cuantas mujeres se lamentaban:
-- 'Tengo mi hijo de 30, 32, 34 años que no se casa no se que hacer'. -- 'Señora no le planche más las camisas'. Hay entusiasmar a los jóvenes que corran este riesgo, porque éste es un riesgo de fecundidad y de vida. También aquí se necesita una santa parresía, de los obispos: -- '¿Por qué no te casas?' -- 'Sí, tengo una novia, pero no sabemos, sí, no, estamos ahorrando para la fiesta'. La santa parresía de acompañarlos y hacerlos madurar hacia el empeño del matrimonio. Un cristianismo que 'se hace' poco en la realidad y 'se explica' infinitamente en la formación está peligrosamente desproporcionado; diría que está en un verdadero y propio círculo vicioso. El pastor ha de mostrar que el 'Evangelio de la familia' es verdaderamente una 'buena noticia' para un mundo en que la preocupación por uno mismo reina por encima de todo. No se trata de fantasía romántica: la tenacidad para formar una familia y sacarla adelante transforma el mundo y la historia. Son las familias que transforman el mundo y la historia.
El
pastor anuncia serena y apasionadamente la palabra de Dios, anima a los
creyentes a aspirar a lo más alto. Hará que sus hermanos y hermanas sean
capaces de escuchar y practicar las promesas de Dios, que amplían también la
experiencia de la maternidad y de la paternidad en el horizonte de una nueva
'familiaridad' con Dios (cf. Mc 3,31-35).
El
pastor vela el sueño, la vida, el crecimiento de sus ovejas. Este «velar» no
nace del discursear, sino del pastorear. Solo es capaz de velar quien sabe
estar 'en medio de', quien no le tiene miedo a las preguntas, al contacto, al
acompañamiento. El pastor vela en primer lugar con la oración, sosteniendo la
fe de su pueblo, transmitiendo confianza en el Señor, en su presencia.
El
pastor siempre está en vela ayudando a levantar la mirada cuando aparece el
desgano, la frustración y las caídas. Sería bueno preguntarnos si en nuestro
ministerio pastoral sabemos 'perder' el tiempo con las familias. ¿Sabemos
estar con ellas, compartir sus dificultades y sus alegrías? Naturalmente, el
rasgo fundamental del estilo de vida del Obispo es en primer lugar vivir el
espíritu de esta gozosa familiaridad con Dios, y en segundo lugar difundir la
emocionante fecundidad evangélica, rezar y anunciar el Evangelio (cf. Hch
6,4).
Siempre
me ha llamado la atención y golpeó cuando al inicio, en el primer tiempo de
la Iglesia los helenistas fueron a lamentarse porque las viudas y los
huérfanos no estaban bien atendidos, los apóstoles no daban abasto, entonces
los descuidaban, y se reunieron e inventaron a los diáconos. El Espíritu
Santo les inspiró a constituir los diáconos. Y cuando Pedro explica: vamos a
elegir 7 hombres para que se ocupen de este problema. Y a nosotros nos toca
dos cosas, la oración y la predicación. Cuál es la primera tarea del obispo
es rezar, rezar; y el segundo trabajo, predicar. Nos ayuda esta definición
dogmática... y si mi equivoco cardenal, usted... Porque define el rol del
obispos, que está constituido para pastorear, pero antes de todo pasa por la
oración y el anuncio. Y después todo el resto, si queda tiempo.
Nosotros
mismos, por tanto, aceptando con humildad el aprendizaje cristiano de las
virtudes domésticas del Pueblo de Dios, nos asemejaremos cada vez más a los
padres y a las madres –como hace Pablo (cf. 1 Ts 2,7-11)–, procurando no
acabar como personas que simplemente han aprendido a vivir sin familia.
Alejarnos
a la familia nos lleva a ser personas que aprenden a vivir sin una familia.
Nuestro ideal no es la carencia de afectos. El buen pastor renuncia a unos
afectos familiares propios para dedicar todas sus fuerzas, y la gracia de su
llamada especial, a la bendición evangélica de los afectos del hombre y la
mujer, que encarnan el designio de Dios, empezando por aquellos que están
perdidos, abandonados, heridos, devastados, desalentados y privados de su
dignidad.
Esta
entrega total al agape de Dios no es una vocación ajena a la ternura y al
amor. Basta con mirar a Jesús para entenderlo (cf. Mt 19,12). La misión del
buen pastor al estilo de Dios –solo Dios lo puede autorizar, no su
presunción– imita en todo y para todo el estilo afectivo del Hijo con el Padre,
reflejado en la ternura de su entrega: a favor, y por amor, de los hombres y
mujeres de la familia humana.
En
la óptica de la fe, este es un argumento muy válido. Nuestro ministerio
necesita desarrollar la alianza de la Iglesia y la familia. Lo subrayo,
desarrollar la alianza de la Iglesia con la familia. De lo contrario, se
marchita, y la familia humana, por nuestra culpa, se alejará
irremediablemente de la alegre noticia evangélica dada por Dios, e irá al
supermercado de moda a comprar los productos que en ese momento les gusta
más.
Si
somos capaces de este rigor de los afectos de Dios, cultivando infinita
paciencia y sin resentimiento en los surcos a menudo desviados en que debemos
sembrar, realmente tenemos que sembrar muchas veces en estos surcos desviados,
también una mujer samaritana con cinco 'no maridos' será capaz de dar
testimonio. Y frente a un joven rico, que siente tristemente que se lo ha de
pensar todavía con calma, un publicano maduro se apresurará a bajar del árbol
y se desvivirá por los pobres en los que hasta ese momento no había pensado
nunca.
Hermanos,
que Dios nos conceda el don de esta nueva projimidad entre la familia y la
Iglesia. Lo necesita la familia, lo necesita la Iglesia, y lo necesitamos los
pastores.
La
familia es nuestra aliada, nuestra ventana al mundo, la familia es la
evidencia de una bendición irrevocable de Dios destinada a todos los hijos de
esta historia difícil y hermosa de la creación, que Dios nos ha pedido que
sirvamos".
Texto completo
del discurso del Papa en la cárcel Curran-Fromhold de Filadelfia. El Santo
Padre se ha dirigido a 100 presos a quienes recordó que reclusión
nunca ha sido y nunca será sinónimo de expulsión. 27 de septiembre
de 2015 (ZENIT.org)
"Queridos
hermanos y hermanas: Gracias por recibirme y darme la oportunidad de estar
aquí con ustedes compartiendo este momento. Un momento difícil, cargado
de tensiones. Un momento que sé es doloroso no solo para ustedes, sino para
sus familias y para toda la sociedad. Ya que una sociedad, una familia que no
sabe sufrir los dolores de sus hijos, que no los toma con seriedad, que los
naturaliza y los asume como normales y esperables, es una sociedad que está
«condenada» a quedar presa de sí misma, presa de todo lo que la hace sufrir.
Yo vine aquí como pastor pero sobre todo como hermano a compartir su
situación y hacerla también mía; he venido a que podamos rezar juntos y
presentarle a nuestro Dios lo que nos duele y también lo que nos anima y
recibir de Él la fuerza de la Resurrección.
Recuerdo
el Evangelio donde Jesús lava los pies a sus discípulos en la Última Cena.
Una actitud que le costó mucho entender a los discípulos, inclusive Pedro
reacciona y le dice: «Jamás permitiré que me laves los pies» (Jn 13,8).
En
ese tiempo era habitual que, cuando uno llegaba a una casa, se le lavara los
pies. Toda persona siempre era recibida así. No existían caminos asfaltados,
eran caminos de polvo, con pedregullo que iba colándose en las sandalias.
Todos transitaban los senderos que dejaban el polvo impregnado, lastimaban
con alguna piedra o producían alguna herida. Ahí lo vemos a Jesús lavando los
pies, nuestros pies, los de sus discípulos de ayer y de hoy.
Todos
sabemos que vivir es caminar, vivir es andar por distintos caminos, distintos
senderos que dejan su marca en nuestra vida.
Por
la fe sabemos que Jesús nos busca, quiere sanar nuestras heridas, curar
nuestros pies de las llagas de un andar cargado de soledad, limpiarnos del
polvo que se fue impregnando por los caminos que cada uno tuvo que transitar.
Jesús no nos pregunta por dónde anduvimos, no nos interroga qué estuvimos
haciendo. Por el contrario, nos dice: «Si no te lavo los pies, no podrás ser
de los míos» (Jn 13,9). Si no te lavo los pies, no
podré darte la vida que el Padre siempre soñó, la vida para la cual te creó.
Él viene a nuestro encuentro para calzarnos de nuevo con la dignidad de los
hijos de Dios. Nos quiere ayudar a recomponer nuestro andar, reemprender
nuestro caminar, recuperar nuestra esperanza, restituirnos en la fe y en la
confianza. Quiere que volvamos a los caminos, a la vida, sintiendo que
tenemos una misión; que este tiempo de reclusión nunca ha sido y nunca será
sinónimo de expulsión.
Vivir
supone ensuciarse los pies por los caminos polvorientos de la vida, de la
historia. Todos tenemos necesidad de ser purificados, de ser lavados. Todos,
yo el primero. Todos somos buscados por este Maestro que nos quiere ayudar a
reemprender el camino. A todos nos busca el Señor para darnos su mano. Es
penoso constatar sistemas penitenciarios que no buscan curar las llagas,
sanar las heridas, generar nuevas oportunidades. Es doloroso constatar cuando
se cree que solo algunos tienen necesidad de ser lavados, purificados no
asumiendo que su cansancio y su dolor, sus heridas, son también el cansancio
y el dolor, las heridas de toda una sociedad. El Señor nos lo muestra claro
por medio de un gesto: lavar los pies y volver a la mesa. Una mesa en la que
Él quiere que nadie quede fuera. Una mesa que ha sido tendida para todos y a
la que todos somos invitados.
Este
momento en la vida de ustedes solo puede tener una finalidad: tender la mano
para volver al camino, tender la mano para que ayude a la reinserción social.
Una reinserción de la que todos formamos parte, a la que todos estamos
invitados a estimular, acompañar y generar. Una reinserción buscada y deseada
por todos: reclusos, familias, funcionarios, políticas sociales y educativas.
Una reinserción que beneficia y levanta la moral de toda la comunidad y la
sociedad. Quiero animarlos a tener esta actitud entre ustedes,
con todas las personas que de alguna manera forman parte de este Instituto.
Sean forjadores de oportunidades, sean forjadores de camino, de nuevos
senderos. Todos tenemos algo de lo que ser limpiados y purificados. Todos.
Que esa conciencia nos despierte a la solidaridad con todos, a apoyarnos y
buscar lo mejor para los demás.
Miremos
a Jesús que nos lava los pies, Él es el «camino, la verdad y la vida», que
viene a sacarnos de la mentira de creer que nadie puede cambiar, la mentira
de creer que nadie puede cambiar. Jesús que nos ayuda a caminar por senderos
de vida y de plenitud. Que la fuerza de su amor y de su Resurrección sea
siempre camino de vida nueva. Y así como estamos, cada uno en su sitio
sentado, en silencio, pedimos al Señor que nos bendiga. Que el Señor los
bendiga y los proteja, haga brillar su rostro sobre ustedes y les muestre su
gracia, les descubra su rostro y les conceda la paz. Gracias".
|
El
santo padre Francisco, como es habitual al concluir un viaje apostólico,
conversó con los periodistas que le acompañaban en el vuelo papal de
regreso de Estados Unidos. De este modo, el Papa respondió a preguntas durante
más de 40 minutos, sobre la pederastia, el sacerdocio femenino, el inminente
Sínodo de los Obispos y también de cuestiones más personales, como lo que
siente cuando se va de los países que visita, tal y como han publicado los
medios presentes en la rueda de prensa con el Pontífice.
ABUSOS
SEXUALES A MENORES Los abusos a menores están por todas
partes, están en el entorno familiar, en el entorno vecinal, en las escuelas,
en los gimnasios... pero “cuando un sacerdote comete un abuso es gravísimo,
porque la vocación del sacerdote es hacer crecer ese niño, esa niña, hacia el amor
de Dios, hacia la madurez afectiva, o el bien. En vez de hacer eso lo ha
impulsado al mal y por esto es casi un sacrilegio”. Asimismo, aseguró
que los sacerdotes que abusan de menores traicionan
su vocación. Es más, “también son culpables aquellos que han tapado
estas cosas”, afirmó.
Sobre
el perdón a estas personas que comete abusos, Francisco respondió que “si una
persona ha hecho mal, es consciente de lo que ha hecho y no pide perdón, yo le
pido a Dios que lo tenga en cuenta. Yo lo perdono, pero él no recibe el perdón.
Está cerrado al perdón”.
Y a propósito de las víctimas y sus familias que no logran perdonar o no quieren hacerlo, el Papa explicó que “los comprendo, rezo por ellos y no los juzgo”. Y contó que una vez, en una de estas reuniones con víctimas, una mujer le dijo que cuando su madre se enteró que habían abusado de ella “blasfemó contra Dios, perdió la fe y murió atea”. Por eso, el Papa aseguró que comprende a esa mujer y “Dios, que es más bueno que yo, la comprende. Y estoy seguro que a esa mujer Dios la ha recibido porque lo que fue manoseado, lo que fue destrozado, era su propia carne, la carne de su hija. Yo la comprendo”.
Y a propósito de las víctimas y sus familias que no logran perdonar o no quieren hacerlo, el Papa explicó que “los comprendo, rezo por ellos y no los juzgo”. Y contó que una vez, en una de estas reuniones con víctimas, una mujer le dijo que cuando su madre se enteró que habían abusado de ella “blasfemó contra Dios, perdió la fe y murió atea”. Por eso, el Papa aseguró que comprende a esa mujer y “Dios, que es más bueno que yo, la comprende. Y estoy seguro que a esa mujer Dios la ha recibido porque lo que fue manoseado, lo que fue destrozado, era su propia carne, la carne de su hija. Yo la comprendo”.
CRISIS
MIGRATORIA Respondiendo
a otra pregunta, Francisco habló de las barreras que muchos países están
construyendo para contener a los inmigrantes. En primer lugar, indicó que
esta crisis es “el resultado de un proceso de años, porque esa gente huye
de las guerras que duran desde hace años. El hambre es hambre de años”. Y
añadió que “todos todos los muros caen, hoy, mañana, o dentro de cien años,
pero todos caen. No es una solución. El muro no es una solución”. Pero
--observó-- con el diálogo entre países deben encontrarla.
PROCESO
DE PAZ EN COLOMBIA A propósito de la firma de la paz entre
las FARC y el Gobierno de Colombia, el Santo Padre señaló que cuando supo la
noticia de que en marzo se va a firmar el acuerdo, pidió al Señor “haz que
lleguemos a marzo, que se llegue con esta bella intención porque faltan
pequeñas cosas pero la voluntad existe, de ambas partes”. Y añade que se quedó
“contentísimo” y que se sintió parte “en el sentido que yo siempre quise esto”.
Asimismo, recordó que habló tres veces con el presidente Santos sobre este
problema y que la Santa Sede está muy abierta a ayudar como pueda.
CHINA Respondiendo
a una pregunta sobre las relaciones de la Santa Sede con China y la situación
en este país, el Pontífice aseguró que “es una gran nación que aporta al mundo
una gran cultura y tantas cosas buenas”. Y recordó que le “gustaría mucho ir a
China” y que ama “al pueblo chino, lo quiero mucho”.
SACERDOCIO
FEMENINO El
Papa fue muy claro sobre permitir el sacerdocio a las mujeres: “Eso no
puedo hacerlo”. Recordó que el papa san Juan Pablo II, después de largos
tiempos de reflexión, lo dejó dicho claramente. ¡No porque las mujeres no
tengan la capacidad! Asimismo, observó que en la Iglesia son más importantes
las mujeres que los hombres, “porque la Iglesia es mujer. La Iglesia, no el
iglesia. La Iglesia es la esposa de Jesucristo”. Y la Virgen --precisó-- es más
importante que los papas y los obispos, y que los curas. Pero, también
reconoció que “nosotros estamos un poco con retraso en una elaboración de la
teología de la mujer; debemos avanzar en esa teología”.
ÉXITO
DE FRANCISCO Y VIAJES PAPALES Yendo a cuestiones más personales,
interrogado sobre su éxito y el hecho de que se ha convertido en “una
estrella”, el Papa indicó que “las estrellas son bonitas para verlas” pero “el
Papa debe ser el siervo de los siervos de Dios”.
A
propósito de Estados Unidos, el Santo Padre aseguró que le han sorprendido “las
miradas, el calor de la gente, tan amable, una cosa bella y también diferente”.
Y también le impresionó mucho “el recibimiento en las ceremonias religiosas y
también por la piedad, la religiosidad”. Del mismo modo, contó que “cuando el
avión parte después de una visita me vienen las miradas de tanta gente, me
vienen las ganas de rezar por ellos”, y decirle al Señor: "Yo vine aquí
para hacer algo, para hacer el bien. Tal vez hice mal, perdóname pero custodia
toda esa gente que me ha visto, que ha pensado las cosas que yo he dicho, me ha
escuchado, incluso los que me criticaron y por todos”.
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