El sacramento de la reconciliación es un sacramento
de sanación. Cuando yo voy a confesarme, es para sanarme: sanarme el alma,
sanarme el corazón por algo que hice no está bien.
El Sacramento de la Penitencia y de la
Reconciliación – nosotros lo llamamos también de la Confesión- brota
directamente del misterio pascual. Sobre todo, el hecho que el perdón de
nuestros pecados no es algo que podemos darnos nosotros mismos: yo no puedo
decir: “Yo me perdono los pecados”; el perdón se pide, se pide a otro, y en la
Confesión pedimos perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos,
sino es un regalo, es don del Espíritu Santo, que nos colma de la abundancia de
la misericordia y la gracia que brota incesantemente del corazón abierto del
Cristo crucificado y resucitado.
Y esto lo hemos sentido todos, en el corazón,
cuando vamos a confesarnos, con un peso en el alma, un poco de tristeza. Y
cuando sentimos el perdón de Jesús, ¡estamos en paz! Con aquella paz del alma
tan bella, que sólo Jesús puede dar, ¡sólo Él!
No basta pedir perdón al Señor en la propia mente y
en el propio corazón, sino que es necesario confesar humildemente y
confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. El sacerdote no
representa solamente a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la
fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su
arrepentimiento, que se reconcilia con Él, que lo alienta y lo acompaña en el
camino de conversión y de maduración humana y cristiana. Alguno puede decir:
“Yo me confieso solamente con Dios”. Sí, tú puedes decir a Dios: “Perdóname”, y
decirle tus pecados. Pero nuestros pecados son también contra nuestros
hermanos, contra la Iglesia y por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia y
a los hermanos, en la persona del sacerdote. “Pero, padre, ¡me da vergüenza!”.
También la vergüenza es buena, es ‘salud’ tener un poco de vergüenza. Porque
cuando una persona no tiene vergüenza, en mi País decimos que es un ‘senza
vergogna’ un ‘sinvergüenza’. La vergüenza también nos hace bien, nos hace más
humildes.
Uno, cuando está en la fila para confesarse siente
todas estas cosas – también la vergüenza – pero luego, cuando termina la
confesión sale libre, grande, bello, perdonado, blanco, feliz. Y esto es lo
hermoso de la Confesión.
Quisiera preguntarles, pero no respondan en voz
alta ¿eh?, cada uno se responda en su corazón: ¿cuándo ha sido la última vez
que te has confesado? Cada uno piense. ¿Dos días, dos semanas, dos años, veinte
años, cuarenta años? Cada uno haga la cuenta, y cada uno se diga a sí mismo:
¿cuándo ha sido la última vez que yo me he confesado? Y si ha pasado mucho
tiempo, ¡no pierdas ni un día más! Ve hacia delante, que el sacerdote será
bueno. Está Jesús, allí, ¿eh? Y Jesús es más bueno que los curas, y Jesús te
recibe. Te recibe con tanto amor. Sé valiente, y adelante con la Confesión.
¡Cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios
hace fiesta! Vayamos adelante por este camino. Que el Señor los bendiga.
19/02/2014. Audiencia General. Radio Vaticana
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